En una retransmisión deportiva, las primeras camisetas que aparecen en pantalla con los colores de los contendientes no corresponden a aficionados enfervorizados, sino a los periodistas que deberían ofrecer una versión crítica del acontecimiento. Pintarrajeados y envueltos en bufandas multicolores, al reconvertirse en animadores se consideran mejor habilitados para el ejercicio de su profesión. Por comparación, los espectadores en el estadio parecen abúlicos. No importa, los locutores se encargarán de enardecerlos, dirigiendo contagiosamente la confección de olas humanas, azuzando al árbitro y señalando los gritos de ordenanza a corear.

La intensidad periodística no mengua una vez finalizado el encuentro. A menudo, el deportista triunfador se ve obligado a moderar el entusiasmo de su entrevistador –«hemos ganado, pero sólo es un partido de fútbol»–, generando la frustración previsible del teórico informador, que reprocha al atleta su escasa cooperación con la grandilocuencia mediática. La humilde labor de contar las historias tal como suceden ha sido arrinconada por los dinamizadores informativos, que extraen espectáculo de una anodina encuesta callejera sobre la última directiva de Bruselas.

En ramas más frívolas que el deporte, los narradores de una pasarela hollywoodiense se excitan más que si estuvieran experimentando un orgasmo con alguna de las estrellas anémicas y abúlicas que desfilan con los dior. Y cuando el acontecimiento se hace trágico, las personas que mejor lloran en el lugar del desastre no son familiares de las víctimas, sino los periodistas que han suplantado el respeto al dato por la ebriedad sentimental. Desde el estudio, los conductores del programa no sólo los justifican, sino que les jalean para que alcancen la densidad lacrimal requerida. Un periodista llorando debería ser tan peligroso como un piloto de avión en idéntica tesitura pero, cuando menos, cabe reforzar los estudios de ciencias de la información con asignaturas de Arte Dramático. Del análisis