Desde este periódico, en el que tan bien se siente uno, me llamó un amable redactor el viernes pasado para que recomendara la lectura de un libro. La llamada me llegó al móvil mientras andaba por la alameda de mi pueblo. En la que lo normal es encontrarte a gente que conoces de toda la vida. Y el rito de la parada y el saludo es más que una grata obligación. Aún así, hacer la recomendación fue muy fácil.

Me acordé de mi querida y muy leída edición del «Habla, Memoria» de Vladimir Nabokov. Publicada por Penguin Books en 1969, año en el que todos éramos jóvenes. Como suele ocurrir en esa admirable editorial, la portada es una pequeña obra de arte: una foto imperfecta, propiedad del autor de la residencia de verano de la familia Nabokov, en Rozhestveno, 50 millas al sur de San Petersburgo. Como era de esperar, en la revolución la casa fue requisada por las autoridades soviéticas. Cuando el libro se publicó albergaba una escuela. Y Vladimir Nabokov, el «émigré» perenne, vivía con Véra – a quien dedicó ese texto sagrado – en su refugio dorado del Montreux Palace.

Más que con aquel espléndido hotel de los toldos amarillos sobre las aguas del lago Leman, suelo asociar al escritor con la imagen de los wagons-lits, los coches-cama de entonces. No sólo por representar una forma de viajar que él practicó por la Europa central, como medio de transporte inevitable y deseado por «la belle bourgeoisie» de los comienzos del siglo pasado. En el séptimo capítulo de «Habla, Memoria» ha quedado depositado para la eternidad el relato perfecto de un viaje en tren. Mejor dicho, en coche-cama. En el Nord-Express desde San Petersburgo a París. Fue en el año 1909. La familia Nabokov al completo, además de una enfermera, el tutor, Osip el mayordomo (fusilado años después por los bolcheviques) y la institutriz Miss Lavington. Al día siguiente de la llegada a París, tomarían el Sud-Express, el tren que unía la capital de Francia con Madrid. Pero la familia Nabokov se apearía en la estación de La Négresse, en Biarritz, a unos pocos kilómetros de la frontera española.

Se quejaba el maestro Nabokov que fue cosa de nuevos ricos el que después de la Primera Guerra Mundial pintaran los wagons-lits europeos de azul en vez del marrón oscuro tradicional. Tenía, como siempre, razón. Los coches-cama eran un mundo de maderas nobles, barnizadas hasta la perfección. La opción del azul fue estéticamente desafortunada.

Conservo en mis papeles personales un pequeño tesoro: mi certificado de haber trabajado desde junio de 1958 a mayo de 1959 en las oficinas de Málaga de la Compañía Internacional de Coches-Camas y de los Grandes Expresos Europeos. La calle Strachan de mi ciudad natal no era la avenida Nevski de la imperial San Petersburgo, donde estaba aquella agencia de viajes con la maqueta del coche-cama que tanto fascinaba al pequeño Vladimir. No importa. Pues trabajar allí fue un momento en el que una buena estrella se cruzó en mi camino. Lo vi claro cuando leí aquellas palabras en el libro de Nabokov (página 114), como una invocación hecha desde el púlpito de la catedral de Siena a la divinidad: Compagnie Internationale des Wagons-Lits et des Grands Express Européens. Nos aseguraba el maestro que eran palabras mágicas. Y una vez más tuvo razón.