He dejado de creer en sus conversaciones. Ya no me fío de ellos. Cada vez que hacen una broma, sigo el rastro de la palabra hasta descubrir una orden secreta, la sombra del viejo directorio, puede que todavía presente. Mi vida laboral se ha convertido en una penitencia. Hasta hace unas horas, pensaba que soportaba un castigo similar al de cualquiera, adaptado en servidumbres y horarios al síndrome de los nuevos tiempos, pero ahora sé que no, que todo es descorazonadoramente distinto, que quizá no haya periódico ni oficina, que puede que mis pasos se apoyen sobre un campo de geranios disfrazado en el último momento con láminas de papel de seda. Imaginen qué cosa.

De un día para otro me entero por el alcalde que no trabajo en un diario, sino en una especie de bureau político cuya máxima aspiración consiste en derrocarle. Y yo, ingenuo de mí, escribiendo de pantanos y de poesía francesa. No soy más que un hombre de paja, una marioneta. Pero se acabó. He decidido estar al acecho. Mis ojos se mueven con la velocidad de una pantera y tengo medio cazado al tal García Recio.

Le he visto un par de veces hablando por teléfono. No sé con quién, pero me consta y no temo decirlo públicamente, que es un señor que habla por teléfono. Quién sabe. Lo más seguro es que se haya ganado línea directa con el escuadrón principal, que haya un par de hombres de la KGB pendientes de responder a sus deseos, a buen seguro, brumosos y aviesos. Insisto, no hay que fiarse. Estoy a punto de llegar al corazón de la empresa. Por fin descubriré al patrón de todo esto, sentado con su gato de áncora, con su anillo, con su risa mefistofélica, mientras las raquetas arden lentamente en la chimenea.