La decisión del Vaticano de acelerar la beatificación del Papa Juan Pablo II despertó gran alegría y la reacción de los católicos que consideran indecorosa la precipitación.

Existe un remedio evidente que podría unir a los católicos enfrentados y trasladar precisamente el mensaje justo de la postura de la Iglesia hacia el mundo moderno: Es hora de beatificar al Papa Juan XXIII.

Hay posibilidades de que Benedicto XVI utilice hoy, domingo, la ceremonia de beatificación de Juan Pablo en Roma para anunciar que el Vaticano está impaciente por completar el proceso de beatificación del Papa Juan el bueno, el gran modernizador de la iglesia que suscribió la democracia y la libertad religiosa.

Y está el vínculo natural entre los dos papados. Cuando los historiadores echen la vista atrás, los mayores logros de Juan Pablo II se considerarán inevitablemente de izquierdas, en el sentido más amplio de la palabra: su compromiso con los derechos humanos y la libertad religiosa, sus llamamientos a una mayor justicia social, la suscripción por su parte de los derechos del trabajador («la prioridad de la mano de obra sobre el capital») y su oposición enérgica al prejuicio religioso. Recuerde que Juan Pablo II fue el primer Papa – sin contar a San Pedro – en visitar una sinagoga, donde dio lectura a una condena tajante del antisemitismo.

Ninguno de estos logros habría sido posible si Juan XXIII no hubiera puesto fin a la guerra del catolicismo con la modernidad convocando el Concilio Vaticano II en los primeros años 60. Juan XXIII instó a los católicos a discernir «la tónica de los tiempos» y censuró a «las almas desconfiadas» que veían en la era moderna «sólo la oscuridad que se cierne sobre la faz de la tierra».

«Quiero abrir de par en par las ventanas de la iglesia para que podamos ver el exterior y la gente pueda ver el interior», es la máxima atribuida de forma generalizada a JuanXXIII. Sigue siendo una idea encantadora. El Padre Joseph Komonchak, uno de los principales historiadores del Concilio Vaticano II, gusta en señalar la opinión de Juan XXIII de que «la Iglesia no es un museo de antigüedades sino un jardín lleno de vida».

Juan XXIII ya está beatificado, el preludio a la santidad en el seno de la tradición católica. Pero su beatificación en el año 2000 se vio empañada cuando Juan Pablo II la condicionó a la beatificación de Pío IX, uno de los papas más reaccionarios de la era moderna. Pío IX se refirió célebremente al catolicismo de izquierdas como «nocivo», «pérfido», «perverso» y «un virus». El enfoque de Juan XXIII fue la antítesis, y bueno fue.

Cuando Juan XXIII falleció en 1963, los cardenales progresistas trataron de acelerar su beatificación a modo de confirmación de la nueva orientación de la Iglesia. Sus esfuerzos fueron rechazados. Pero Benedicto XVI suscribió iniciativas comparables en defensa de Juan Pablo II inmediatamente después de su muerte, lo que conduce a esta ceremonia de beatificación de hoy, domingo.

El hecho de que la tradición fuera utilizada para impedir la beatificación rápida de Juan XXIII pero ignorada por completo para proceder a toda velocidad en el caso de Juan Pablo II sugiere que, sí, hay en juego una cierta dosis de política dentro de estas cuestiones que supuestamente conciernen al otro mundo.

Y la ceremonia de Juan Pablo II se ha visto manchada por la polémica legítima en torno a su apoyo inquebrantable a Marcial Maciel Degollado, el sacerdote mexicano que fundó el movimiento conservador de los Legionarios de Cristo y que fue eventualmente condenado por el Papa Benedicto XVI por, entre otras cosas, abusar de los miembros de su orden y tener hijos con dos mujeres al menos. Juan Pablo II protegió a Maciel; recayó en Benedicto XVI aleccionarle.

A tenor de los escándalos y abusos más en general, Ross Douthat, columnista impecablemente católico del «New York Times», observaba con acierto que «el Juan Pablo II de altos vuelos dejó que los escándalos proliferaran bajo sus pies» mientras recaía en el Benedicto XVI «falto de carisma, limpiarlos». Y el vigor de Juan Pablo II a la hora de condenar a los teólogos disidentes insinúa la personalidad paradójica de su papado: más izquierdista en muchas cuestiones relativas al mundo seglar, más conservador en las cuestiones internas.

La Iglesia debería de haber aplicado el mismo rasero a Juan Pablo II que aplicó a Juan XXIII y haber tardado más tiempo en beatificarlo. No obstante, hasta los católicos más progresistas han sentido el atractivo de Juan Pablo II como hombre dinámico, intrépido y genuinamente santo. Habiendo cubierto su información durante dos años como reportero, puedo dar fe de su magnetismo. Como observaba esta semana el Padre James Martin, jesuita de izquierdas, Juan Pablo II era «devoto, audaz y entusiasta... Y, en mi opinión, cualquiera que visite la celda de su asesino frustrado (Alí Agca) y perdone al caballero es un santo».

Pero aun así, los actos más ampliamente admirados de Juan Pablo II se apoyan en la herencia de Juan XXIII. Es difícil imaginar a San Agustín sin San Pablo, a Washington sin Jefferson, a Juan Pablo sin Juan. Una Iglesia que necesita volver a abrir sus ventanas haría bien en distinguir al Papa que la liberó para ser ventilada por la tonificante brisa de la modernidad.