He decidido ser buena, no discutir con nadie y pensar las respuestas que doy a mis interlocutores, sobre todo a los necios. Mi madre, allá donde esté, me lo premiará. Bueno, a partir de mañana, porque hoy debo dar respuesta a una señora que me ha tocado las narices estos últimos días. Sí, porque me he enterado que hay personajillos políticos que tratan de intervenir en el ánimo de la señora Picasso, para que cuelgue o no ésta o aquella obra.

¿Qué nos parecería si ahora llegara un pariente lejano de Velázquez y dijera que el cuadro Las meninas no se expone porque ofende a los enanos o a los mastines?

Hace muchos años, llevé a mi hijo pequeño –hoy padre de cuatros preciosas criaturas– a Madrid, a ver el recién llegado Guernica. Después de aguantar dos horas en la cola, con un calor insoportable, cuando, por fin, llegamos a aquella reducida sala, me senté en un banco de madera a contemplar aquel cuadro tan singular. Al rato, le pregunté a mi hijo: «¿Qué ves en el cuadro, cielo?». Él se pegó a mí y me dijo: «¡Jó, mami!, veo a mucha gente sufriendo, vámonos».

Efectivamente, hasta un niño de menos de ocho años sabe descubrir el horror de una guerra, la pinten como la pinten. Porque, allí, se veían unas figuras extrañas que decían mucho más de lo que, los que no lo vivimos en nuestras carnes, podríamos adivinar. Picasso pintó ese cuadro para que la gente, después de muchos años, siguiera contemplando con horror lo que su generación vivió y lo que nunca debió ocurrir.

Por eso, al tener conocimiento de que la señora Picasso quiere intervenir en lo que se cuelga o no en las paredes, según el gusto de éste o aquel político, protestamos, porque un Museo debe funcionar según los criterios de los profesionales, en beneficio de la cultura y de él mismo. Faltaría más.