La mejor manera de arruinar unas vacaciones es tomarlas en compañía de quien fue uno mismo durante el resto del año, no sé si me explico. Por muchas Maldivas o Fiyi que se pueda cada cual procurar, si no se muda el estado de ánimo, si no se es otro, si se embaulan en el equipaje la mala leche y la mirada de todos los días laborables, más nos valdría quedarnos en casa. Suponga que usted, lector, fuera –ya sé que no es el caso– el tipo más serio del mundo, alguien con quien no valen bromas, una persona estricta. Pues dese usted unas vacaciones en las que prime la autoironía: ríase de su gravedad, de su estiramiento, ríase de su sombra.

Haga como Paul Newman cuando le preguntaron el truco para llevar tantos y tantos años casado con la misma mujer: «Yo tomo las grandes decisiones y Joanne las pequeñas. Por ejemplo: si yo quiero vivir en California y ella en Connecticut, vivimos en Connecticut. Porque eso no es importante. Si ella quiere que los niños vayan a un colegio y yo que vayan a otro, van al que ella quiere. Eso no es una decisión importante. Si ella insiste en que sea demócrata y no republicano, entonces me hago demócrata. Eso no es importante. Lo importante es nuestra política exterior con respecto a China. Y de eso me ocupo yo».

Segundo consejo: no grite en vacaciones, ni se apresure, ni corra. Medite la siguiente frase de Millás: «Resulta imposible ser violento si se hacen las cosas despacio», pruébelo y verá. Tal vez usted, lectora, cuenta con algunas averías en el alma o en el cuerpo y no ve el momento de marcharse de vacaciones para aplicarse las últimas terapias zen y los masajes de lodo tibio o hirviente lava más recomendados. Escuche entonces mi tercer aviso, tomado del «Lord Jim»: «No estriba la cuestión en cómo hay que curarse, sino en cómo hay que vivir».

Mire usted de otra forma, cambie las gafas cerebrales que usa habitualmente, olvídese del «para qué estar bien pudiendo estar jodido», dispóngase en vacaciones a abrir los ojos, a observar y a escuchar con ojos y oídos limpitos, atienda al prójimo. Hay un anuncio televisivo fenomenal al respecto. Cena, un grupo de amigos, animación y buen rollo. Una chica de muy generosa y prominente nariz está contando que va a operarse, que ya lo ha decidido, que está dispuesta a dar el paso, que ya la incomoda demasiado el problema. Uno de los comensales, que no sabe escuchar, pilla empezada la conversación y mete la pata: «Haces muy bien en operarte esa nariz, te afea mucho así, tan grande». Caen los cubiertos sobre el mantel, se hace un silencio mortal, se masca la tragedia. «¿Qué pasa, qué he dicho?», pregunta el fulano. La chica le responde: «Me opero, pero de las amígdalas».

Y, sobre todo, no lleve el ego consigo. A mí me curaron de la tontería dos empleados de un hotel de Cádiz. Salía yo duchadito, la calva reluciente, como un pincel, dispuesto a pasear hasta La Caleta. Me detengo en el vestíbulo porque suena el hilo musical y reconozco la melodía. Me vuelvo hacia el mostrador de recepción desde donde me observaban aquellos dos hombres, cansados de aguantar turistas, sin duda mal pagados, aburridos, uniformados, sin vacaciones, y se me ocurre preguntar muy pinturero: «Esto que suena es la sonata 26 para violín, de Mozart, ¿verdad?» Meditaron un instante, no quiero saber lo que se les pasó por la cabeza ni adónde querrían haberme mandado. Pero eran sabios. Por eso, el mayor, quizá un salinero reconvertido y harto de verlas de todos los colores, me clavó su ironía curativa: «Zí zeñó. Eh que aquí zomoh muy de Mósar». Seguro que sonrieron a las espaldas de aquel fatuo que era yo. Felices vacaciones.