La ya caduca medida de bajar a 110 el límite de velocidad en nuestras autovías y en sus autopistas provocó más estrés que prudencia. El Gobierno dijo que nos ahorraríamos un pastón a la espera de que el valium llegara al petróleo y hasta los que no tenían carné de conducir cogieron complejo de tortuga. Se habló de ahorro y algo de medio ambiente, pero poco de seguridad. Como si todos, menos Fernando Alonso, estuviésemos acostumbrados a estrellarnos a 120 una vez al mes. Las quejas más amargas procedían de los conductores que más me aterran por pronunciar una de las pocas frases que me pueden dar un viaje de pasajero. Ese «con lo bien que conduzco».

Si hay algo que los conductores españoles todavía no tenemos es la plena consciencia. Mis padres se revolcarán hoy de risa en su jardín cuando me lean escribiendo sobre responsabilidad al volante pero, además de un saco de diéresis, fue el principal souvenir que traje hace unos años de un viaje a Suecia. Fui a Göteborg de gratis para probar un Saab y un Opel con otros periodistas made in Spain. El primero, un Sport Hatch verde precioso que compartí con Antonio, un canario estupendo que probó primero. Destino Trollhättan, donde nos esperaba el mítico museo de la marca escandinava. El coche era un pepino. Pronto lideramos la comitiva y pronto después la perdimos de vista mientras comentábamos el ritmo unánime de los suecos en la autovía. Antonio iba suelto. Algunos rubios nos tiraban las largas. Otros nos recriminaban con gestos y moviendo los labios en un idioma extraterrestre. Creímos que una puerta iba mal cerrada, pero el chivato del cuadro de mandos lo negaba. «Tírale».

Yo, copiloto, fumaba como si el coche estuviera a mi nombre cuando el GPS ordenó cambiar la ruta obligatoria hacia una carretera comarcal. Antonio empezó a dar todo lo que llevaba dentro y, para tranquilizarme, me dijo lo que omitió desde Barajas: «No te preocupes, he sido piloto amateur de rallies». Ganamos la etapa y al canario le borró la sonrisa un monitor que no se hizo el sueco. Señalando su reloj nos recordó lo que sus compañeros nos advirtieron en la salida mientras jugábamos con el GPS. Que allí el límite era 110, como marcaban las señales que obviamos. Que no se nos ocurriera sobrepasarlo de nuevo por la mucha cuenta que nos traía y que la policía sueca, además de una plantación de radares, contaba con la estrecha colaboración ciudadana para denunciar y localizar a los fitipaldis.

El monitor tuvo que repetir la bronca a todos aquellos que también pensaron que llevaban una puerta mal cerrada. Poco después supimos que Suecia era y es el país referencia en materia de seguridad vial y sus ciudadanos, los más comprometidos. Desde entonces, cada vez que un majarón me tira las largas para que me aparte de su camino o pise el acelerador me acuerdo de ellos. Allí hacer el imbécil está mal visto.