Como en aquella película, bastante mala, de los años noventa, muchos se preguntan ahora dónde está la pasta. Lo mismo que las leyes de la ciencia narran cómo la materia se transforma en energía, aunque al Vaticano le gustaría más que el causante de todos los procesos físicos fuera exclusivamente Dios, el dinero tampoco se destruye, mayormente, sólo pasa de unos bolsillos a otros. Es una mecánica sencilla, más fácil de entender que las leyes enrevesadas de la naturaleza. Cuando los magnates deciden que su fortuna debe aumentar, cosa que suelen hacer a diario, como mandan sus genes, articulan procedimientos especulativos para conseguirlo. Los mecanismos para acumular riqueza cambian según las épocas, pero al final terminan provocando el mismo efecto: el dinero de las grandes mayorías viaja a las cuentas de unas pocas minorías.

La historia de la humanidad es también la historia de estos ejercicios de rapiña, en mayor o menor escala, que los manuales de economía definen benévolamente como «leyes del mercado». Una denominación sosegada y con ínfulas académicas siempre ayuda a edulcorar la realidad. En tiempos pretéritos, cuando los de arriba se pasaban de rosca con los de abajo estallaban revueltas y revoluciones. Para acabar con estos enojosos episodios se inventó el Estado del Bienestar, no por motivos éticos, sino para que los más acomodados pudieran seguir disfrutando con lo suyo, dentro de un orden, sin sentirse continuamente amenazados por los parias de la tierra y la famélica legión.

En lugar de hacer la revolución, cosa muy complicada hoy en día, hemos hecho el 15-M, que es una revolucioncita entre espiritual, reformista y guay. Un movimiento que tuvo sus horas de gloria pero que queda muy light cuando ves las colas en las sedes de Cáritas, o de algunas parroquias, con personas que igual hace unos meses curraban en los despachos de al lado. El 15-M no sé dónde andará ahora mismo. Puede que al final sea sólo el tráiler modoso de algo mucho más gordo, y mucho menos amable, que cualquier día estallará en las calles de cualquier ciudad del sur de Europa.

La rapiña más resultona de nuestro tiempo es la que se ejecuta sobre la deuda financiera de algunos países en dificultades, como el nuestro. De empresa privada a empresa privada, las agencias de calificación dictan sentencias que suponen centenares de millones para los bancos prestamistas. Los especuladores han descubierto el nuevo maná, aplicando intereses de infarto bajo el paraguas de las leyes del mercado. Echo de menos a Lenin, algunas mañanas, por no decir el intervencionismo del franquismo, que eso está peor visto y no deseo ser crucificado con este calor. Pero un estornudo de esas empresas acelera la ruina de algunos países, y convierte a muchos de sus habitantes en pobres de pedir, sin que los gobiernos les pongan la proa. Nunca se vio nada igual, como método especulativo de altos vuelos, a lo largo de la historia. Es una fórmula de enriquecimiento asombrosa.

Así que habría que enseñar en los colegios el nuevo mapa de Europa. En el que muchos estudiamos ponía la superficie y los habitantes de cada territorio. A mí me causaba una singular emoción ver que la mancha de España era más grande que la de Gran Bretaña, por ejemplo. Lo que hay que destacar ahora, en negritas bien grandes, son los miles de millones que adeuda cada país, y a qué intereses, y a qué grupos financieros, y a qué naciones pertenecen esos grupos. Y actualizar el funesto mapa anotando las cifras de vértigo que cada uno de esos prestamistas se embolsará gracias a las provechosas «fluctuaciones del mercado», tan oportunamente provocadas por sus colegas de las agencias de calificación. ¿Cuántos millones adicionales le supone a España todo este montaje, desde 2008 a la actualidad? ¿Cuántos recortes habrá que practicar para sufragar ésta desmesura? Volvamos a la vieja hucha.

Y cada vez que tosa una agencia de rating metamos un puñado de euros. Tarde o temprano habrá que pagar el expolio a escote. Los métodos cambian, pero la historia es tan antigua como el hombre. El dinero de la mayoría viajando sin pausa hacia los bolsillos de la minoría.