Los textos clásicos admiten dos, tres y hasta cuatro lecturas distintas, con diferentes significados para unas mismas líneas y variadas interpretaciones de sus párrafos. Algo similar ocurre con la crisis económica y el papel que en esta situación deben jugar las administraciones públicas; algunas lecturas pueden llevar a la conclusión de que es el momento de su disminución y recorte de competencias mediante la privatización o externalización de determinados servicios. Otros, entre los que me incluyo, extraemos como conclusión que, en la situación de penuria económica, es cuando el papel de las administraciones debe ser reforzado en cumplimiento del mandato constitucional (Art. 103.1) de servir «con objetividad los intereses generales…».

Quiere esto decir que deben seguir creciendo, sin modificaciones ni cambios, en su estructura y funcionamiento, evidentemente no, ahora bien, la necesaria adaptación a la realidad actual no es sinónimo de disminución de prestaciones o servicios, sino que estos respondan con eficacia y eficiencia a las necesidades y realidades de la ciudadanía, no es un problema cuantitativo, sino cualitativo, transformar no es desaparecer sino evolucionar hacía una mejor adaptación y superación de lo existente, en palabras del profesor García de Enterría: «La Administración no es, como todavía se dice entre nosotros, un mal necesario, sino una fuerza creadora de bienes y servicios».

Desde esta idea, cualquier aproximación a la realidad de las administraciones públicas debe reconocer el hecho de que éstas son objeto de un debate siempre abierto e inacabado. La reforma/modernización administrativa es una apuesta permanente desde su origen a mediados del siglo XIX, para «asegurar la subsistencia de los hombres y su mayor libertad». Ya en 1840 era común la idea de que a la Administración corresponde «remover los obstáculos que a la intolerancia, los errores y los hábitos envejecidos oponen a la rápida comunicación de las luces» según recoge Canga Argüelles.

La Administración sigue constituyendo un factor determinante en el desenvolvimiento social, económico, cultural, científico y técnico de cualquier país. El Estado es un agente decisivo para el progreso y bienestar de las sociedades modernas a través de la provisión a los ciudadanos de bienes y servicios que sólo desde lo público se puede garantizar en condiciones de igualdad y equidad para el conjunto de la sociedad. A su vez, la ciudadanía, en sus relaciones con los poderes públicos, demanda de estos mejores servicios y exigen que sus aportaciones se utilicen de modo más eficaz, como consecuencia de su doble condición de usuarios y contribuyentes.

Nos enfrentamos no sólo a una crisis económica, sino también a profundos cambios en los procesos productivos y en los espacios socio-familiares. Aumenta la diversificación e individualización de intereses y perspectivas. Las políticas públicas han de saber responder a esos nuevos retos y necesidades, desde la proximidad al ciudadano, buscando la atención a la diversidad y la capacidad de mantener la cohesión social. Necesitamos actuaciones públicas más compartidas y estratégicas, no para salir coyunturalmente de la crisis sino para mejorar nuestra capacidad de adaptación a una nueva época.