Cuando entonces, durante la dictadura franquista, narradores y pensadores españoles se veían obligados a relatar sus historias y exponer sus significados de manera oblicua, metafórica, sibilina, para evitar que la censura bloquease la difusión de sus obras. Naturalmente, trucos de toda clase permitían sortear la vigilancia de unos censores no siempre espabilados. Es célebre la queja que uno de ellos formulaba sobre la peligrosidad de los guiones de Berlanga: que donde éste indicaba un plano general, podían aparecer dos obispos saliendo del Saratoga. Y es verdad que las limitaciones impuestas por la censura suelen provocar la aparición de narraciones con mayor carga simbólica, que es necesario descifrar si queremos conocer eso que los posmodernos llaman el subtexto que está por debajo del texto. Ahora, la libertad nos ha traído a Belén Esteban, que no es el símbolo de nada, salvo acaso de nuestro orientalismo de mesa camilla y sesiones infinitas de playa.

Es cierto que, felizmente, España carece ya de una censura institucional. Dejemos a un lado las presiones políticas propias de las televisiones públicas, o la más extensa presión ambiental generada por los nacionalismos en sus regiones. Obviemos también el miedo a investigar o reportar la verdad cuando ésta va en contra de los intereses ideológico-empresariales de un medio privado o de los anunciantes que financian ese mismo medio. Digamos que no hay censura. Pero hay otra cosa, a saber, una dramática tendencia colectiva al autoengaño sobre nuestra propia condición, que es la de una sociedad fracasada. Esto no se dice, o no se dice con claridad. Sobre todo, no se dice en nuestras televisiones, que son el medio a través del cual se informan principalmente los españoles. Faltaría más.

Hay, sin embargo, una excepción. Se trata de una sutil forma de crítica social, que muestra a los hogares españoles las brutales carencias de nuestro sistema social por un procedimiento indirecto: exhibiendo las virtudes de los demás. ¡Y en horario de máxima audiencia! Sí, hablamos de Españoles por el mundo, en cualquiera de sus variantes: andaluces, madrileños o turolenses por el mundo. Es un formato de éxito fulgurante, cuya mecánica no puede ser más sencilla. Se describe la vida de compatriotas que viven en lugares más o menos remotos y se retratan los escenarios en los que ésta transcurre. Normalmente, el dibujo de estas localidades no va más allá del trazo grueso; en ocasiones, sucede que el narrador del programa quiere para sí un protagonismo chillón y exagerado muy propio de nuestro periodismo televisivo; a veces, también, se prima el exotismo de una Indonesia o un Burkina Fasso.

Sin embargo, el valor subversivo del programa radica en la inocencia con la que muestra a jóvenes españoles que trabajan y disfrutan de las ventajas de una sociedad bien articulada en países vecinos como Suecia, Austria u Holanda. Es decir, la Europa a la que deberíamos parecernos. De la mano del periodista de turno vemos la amplitud de las casas, nos admiramos ante la limpieza y tranquilidad de las calles, oímos asombrados el importe de sus salarios o conocemos la generosidad de su protección social. Así, va cobrando forma ante nosotros la solidez de un proyecto de vida donde las oportunidades no han sido desbaratadas por la desidia e ignorancia colectivas que han arrastrado a España hacia el abismo. A estos jóvenes se los ve felices, tranquilos, completos, aunque puedan echar de menos a la abuela o el bocadillo de calamares. Y aunque los periodistas juegan la carta de la nostalgia y ellos se ven obligados a mencionar sus añoranzas, casi nadie dice que quiera volver. Porque, ¿a dónde van a volver?

Fundido en negro. Cambien de canal y busquen ese otro modelo de éxito que es España directo, en cualquiera de sus variantes: Andalucía, Madrid o Teruel directo. Se encontrarán reportajes sobre la nada, o peor aún, sobre la infinita vulgaridad e ignorancia de los españoles. Es como un espejo grotesco, el esperpento de siempre, nuestro eterno Callejón del Gato. Pero si los mejores se van al extranjero y los demás se van a la playa, o se manifiestan reclamando presuntas soluciones que son lo contrario de lo que necesitamos, seguiremos en lo mismo. ¡Menos mal que está la tele!