Muchos periódicos se llenan estos días de preguntas con atisbos de repuesta acerca de las claves de la situación económica. Nadie es capaz de aventurar frases taxativas, no hay recetas mágicas: ¿entrará España en zona de rescate europeo? Ya nadie, excepto algún voluntarioso del Gobierno, es capaz de decir que seguro que no. Y, en caso afirmativo, ¿qué significaría para nuestros bolsillos ese rescate? El asunto es que todos miran de reojo hacia este jueves presuntamente negro (o no) en el que los líderes europeos buscarán una solución a la crisis griega y, de paso, a la crisis de todos nosotros, que tanto dependemos los unos de los otros.

La tiranía de eso que se llama «mercados», poblados de gentes ocultas que se enorgullecen de ser capaces de tumbar gobiernos y hasta estados, revela la impotencia de unos responsables europeos que no han hecho sino divagar, dar vueltas a las mismas soluciones trasnochadas y, en el fondo, someterse al «diktat» alemán. Tanto tiempo construyendo la Unión Europea para, al final, constatar que ni es capaz de plantarle una cara coherente al dictador libio ni ha podido, o querido, vigilar las falsedades contables de algunos miembros del club, como Grecia o, quizá, Italia. O para frenar el caos belga. O para reprender la falta de conocimiento española.

Naturalmente, la salida de Zapatero del sillón de La Moncloa, o la llegada de Rajoy, ambas cosas prácticamente inevitables, no servirán, por sí solas, para encarrilar el tren español hacia una vía de recuperación definitiva. Estoy de acuerdo con quienes dicen que la economía es siempre política. Pero hay que reforzar esta frase genérica añadiendo que las grandes crisis económicas precisan de grandes soluciones políticas. Y un relevo partidario en el poder, sin que se anuncien grandes reformas de fondo, no va a bastar, aunque ahora resulte conveniente.

Puestas así las cosas y ante este panorama, no se entiende -llevo sin entenderlo desde 2008-que los grandes partidos no anuncien un próximo gran pacto, gane quien gane esas elecciones que seguramente se celebrarán en noviembre -porque la cosa no da más de sí, sean cuales sean los beneficios del turismo este verano-.

Un gran pacto en torno a tres ejes: económico -incluyendo la complicidad de los ahora denostados banqueros y grandes empresarios-; político -reformas legales en profundidad; y autonómico -potenciando la ahora decaída conferencia de presidentes autonómicos: sería más fácil el acuerdo, ahora que la mayor parte del poder territorial está en manos del mismo partido. Tremenda responsabilidad la de Mariano Rajoy-.

Un pacto de regeneración de textos legales, comenzando por la Constitución y la normativa electoral, y también de cambio de cultura política y económica. No me digan que los electores no entenderían ese gran acuerdo nacional, que los españoles están pidiendo desde hace años. No me digan que los intangibles y caprichosos mercados no aplaudirían ese paso de un país que, de golpe, recobraría tanto prestigio perdido. No me digan que no resulta incomprensible que nada de esto se haya hecho hasta ahora. No hay que ser un genio para entender que, si nuestros males tienen alguna solución, iría, sin duda, por este camino. No me diga usted que no.