El discurso postrero de Camps resume las razones que aconsejaban su inmediata sustitución, y no es el menor de los argumentos para celebrarla. El gobernante que afirma que «Paco Camps es un gran presidente», refiriéndose casualmente a sí mismo, ha perdido todo vínculo con la realidad. El presunto corrupto que asegura que «no han podido demostrar nada», el mismo día en que ha estado a punto de confesar y en que dos compañeros de trama han rubricado sus respectivas autoinculpaciones, necesita una etapa de sosiego para reconciliarse con el daño que ha infligido a su profesión. En fin, su «me voy sin rencor, no lo merecen» es la línea más rencorosa a este lado de Coppola, y sintetiza la exultación que inundará al PP tras liberarse de este lastre.

Por si acaso, y dada la insistencia de Camps en un «sacrificio» que conduce a la estupefacción en labios de quien ha embarrado una dignidad democrática, cabe recordar que el presidente valenciano es el único responsable de su caída. Nadie le obligó a dejarse vestir por la trama Gürtel, una decisión tan espontánea como la cuidadosa selección de las prendas que debían rendir honores a «un gran presidente».

Camps se comportó ayer como un corrupto por horas. De pronto, recordaba que había recibido sobornos de quienes pretendían su «favor» para «la adjudicación de contratos de la Generalidad valenciana», según consta en el auto judicial que lo sienta en el banquillo. Súbitamente, apartaba su imagen delictiva de un papirotazo, y sustituía el escrito autoinculpatorio que había redactado su abogado por el lirio de la pureza virginal. Tuvo tantas dudas como cuando seleccionaba las prendas suministradas por Gürtel según el juez. Tras larga cavilación, se decantó por el blanco del martirio. En el camino, dos cirineos del clan favorecido confesaron la corrupción y se condenaron de antemano, pero las víctimas colaterales no deben distraer el destino de «un gran presidente».

Camps ya no sólo defiende que abonó los trajes, sino que fue el único agraciado con un comportamiento tan ejemplar, mientras sus subordinados reconocen el soborno. La dimisión estrecha su margen de credibilidad. Su estridencia dialéctica debe leerse en paralelo a la torpeza de Rajoy y Trillo, cuyo trapisondismo –Trapisonda, donde se estrelló el Yak-42– les empuja a proponer a un corrupto que confiese, y que a continuación continúe impertérrito al frente de una comunidad autónoma. Esperemos que las soluciones del PP a la crisis económica sean más practicables, aunque menos imaginativas. Finalmente, las urnas no amparan al ya expresidente valenciano, sino que corroboran la claridad de unas acusaciones que han superado los condicionantes del apoyo electoral.