He llegado a la edad en la que me empiezan a nacer los hijos de mis amigos. En breve le tocará a Daniela, la pequeña de Israel y Antonia, una pareja comprometida y valiente que en tiempos revueltos ha decidido plantar una semilla de esperanza. Hoy en día es todo un acto de heroísmo perpetuar la especie, dar un poco de ti para que tu esencia siga existiendo sin que puedas hacer nada por controlarla, sólo guiarla, inspirarla, apoyarla. Tal vez, sea el acto de abnegación extrema, el mayor gesto de bondad y humildad: la paternidad, al fin y al cabo, es lo que hace que todo siga avanzando.

Por eso, en esta encrucijada en la que nos hallamos, es un gesto de rebeldía sin precedentes tener un hijo, un acto inspirador de confianza, en un tiempo en el que la supervivencia de muchos está amenazada, en una época en la que la muerte se ha banalizado y los mercados aprietan, ahogando cuando pueden, que es casi siempre; en un periodo en el que los políticos se han olvidado de la realidad para debatir sobre las migajas de la opulencia pasada, sin que ninguno de ellos, ni el PP ni el PSOE, esté a la altura de las circunstancias.

Son días de ruido y furia, de necedad sindical y empresarial, los primeros porque han abierto la boca demasiado tarde y los segundos porque se aprovechan de la desolación para dejar en la calle a quienes tanto dieron por sus negocios. Son días tristes en los que la televisión es el terrible espejo de una sociedad adormecida, en la que ni siquiera se salva el idealismo del 15-M, secuestrado por unos pocos violentos que en nada representan el espíritu de la primavera parisina –¿se acuerdan del Parlamento de Cataluña?–; son meses de angustia y agonía de una democracia que pide a gritos una reforma, un escenario crepuscular en el que la socialdemocracia palidece y el neoliberalismo voraz campa a sus anchas mientras unos cuantos agoreros preconizan el fin del estado del bienestar surgido de las cenizas de la barbarie a mitad del siglo XX, sin pensar que tal vez sólo habría que retocarlo, cambiarlo todo para que todo permanezca igual, que diría Lampedusa; son años de extenuación intelectual, en el que lo políticamente correcto campa a sus anchas idiotizando a una ciudadanía exhausta y en los que de la falta de respeto a la mujer se ha pasado a la falta de respeto al hombre. En medio de la bruma que nos envuelve, Daniela es un grito de esperanza, un símbolo de todo lo bueno que en el ser humano habita, una segunda oportunidad para las sonrisas perdidas.