Reía hace meses bajo la marabunta china cuando leí en laopiniondemalaga.es ese rocambolesco sueño que no llegó a convertirse en realidad quedándose en un gran ridículo cuanto menos regional: Málaga, capital cultural 2016. Aquella ilusión, tan ilícita como lejana, me sonaba a pretemporada futbolística, cuando los equipos sin destreza apuntan a competiciones europeas y acaban rezando a la patrona correspondiente, en las últimas jornadas, para no bajar al infierno. Finalmente la elegida fue San Sebastián, a la que la gente quiso inutilizar por su presente pro etarra. Sin embargo Córdoba, Oviedo y Zaragoza –y porque no se presentaron Cáceres, Palencia o Ronda- también otorgan a la cultura más sustancia que lo que hoy Málaga enseña.

Y no sólo por la cultura ando mosqueado. Pasear por la capital del boquerón victoriano, tras año y nueve meses de ausencia premeditada, es un drama en toda regla: baldosas que ya son chicles, paredes con más grafitis que gotelé, asfaltos resquebrajados, edificios sin patrones urbanísticos siquiera tercermundistas, y nativos que, desprendidos de sus camisetas –salvo si es la del Málaga C.F.-, cargan con tantas voces violentas (griterío) como con cordones bañados en oro que muestran fotos de santos y parecidos. Por ello, transitar por Málaga no es, podríamos decir, lo que esperaría un turista, pongamos por caso, japonés, que se pasa treinta horas en un avión, con dos trasbordos a cuestas, y que cargado de ánimos y señora, decide, desacertadamente, coger un taxi hasta la entrada a calle Larios. Que Dios lo coja confesado.

Pero el drama central de esta historia/lamento salió a flote cuando tras unir intenciones culturales políticamente erróneas –y erradas- a caminatas por una ciudad devastada, decidí acudir a un banco o caja de ahorros –siempre hablo de la capital de donde huyó Picasso- para cambiar la moneda que reparte el país que casi domina el mundo: China. Recalco que la banca, experta en reventar ánimos a su clientela, ya no es ni capaz, no ya sólo de no dar crédito a la población española, sino de hasta no cambiar divisa china, la que dominará el mundo. Según comprobé, tampoco permite retirar dinero por caja ya que según unos carteles en serie, "los reintegros menores a mil euros deberán hacerse por el cajero automático". Parece que estuvieran compinchados con los tironeros callejeros que apostados en las esquinas hacen su agosto.

Pues bueno, que salgo a la calle con tres mil yuanes (algo así como 325 euros) y que no doy con la tecla: sucursales de Unicaja, Cajasol y Santander me conminan, unos más entusiasmados que otros, a acudir a Armengual de la Mota, donde parece ser se asientan las sedes principales de estos usureros encorbatados. Ya en la citada calle el Santander me informa que el ´yuan´ es divisa no convertible. Unicaja y Cajasol no disponían en esa zona de sus oficinas principales por lo que me metí en Barclays y Citibank, multinacionales extranjeras que, tócate las narices, tampoco me cambiaron la moneda. En ambos casos ya me iba acercando al quid de la cuestión, ya que todos me exigían "meter los yuanes en mi cuenta". Claro, que yo vivo en China, afortunadamente desprendido de bancos españoles, por lo que no podía realizar tamaña operación.

CaixaBank –antigua Caixa de Cataluña- me atiende como es debido -y eso que eran ya las dos de la tarde- ayudándome a dar con el entuerto: sólo La Caixa cambia los yuanes. En ese mismo instante abro los ojos recordando que cuatro días antes, paseando por la barcelonesa calle Aribau, había realizado la misma operación sin cuenta en dicho banco y ni siquiera haber tenido que dar mi carné de identidad. Como ya era tarde preparo el plan para el día siguiente no sin antes pasarme por ´El Corte Inglés´, donde la cajera del Santander me había aconsejado acudir, ya que al parecer cambiaban moneda extranjera. Y allí que me presento siendo mi sorpresa cuando tras ocho minutos de operación, con mis billetes lejos de mis ojos, la señora acude creyendo que eran ´yenes´ japoneses. Salí corriendo entre sudoroso y malhumorado.

Y el día siguiente que llega cuando me planto en La Caixa de Armengual de la Mota donde una señora educadísima me dice que o meta el dinero en la cuenta –"que no tengo, señora"- o que me presente en su homónima de la Avenida de Andalucía, que al ser la principal además que de empresa, accederían a mi petición. Pero claro, nada barruntaba positivismo cuando un señor desde el interior de la citada y enésima sucursal, tras la caja, no respondía a mis buenos días. Que suele pasar, que un no cliente con el pelo largo levanta casi más sospechas que una banda del este armada hasta los dientes. Para culminar el desasosiego, una señorita se encaró con el susodicho ya que el cajero automático, al parecer, había realizado una operación sin haberle dado el dinero. Luego otro señor, algo molesto, pedía explicaciones al por qué de no poder hacer ingresos por el mismo terminal electrónico. "En este no se puede, váyase a otro", dijo el supuesto cajero, un dechado de simpatía.

Y llegó mi turno. Creo recordar que antes de terminar la frase ya había recibido un ´no´ por respuesta. Pero esta vez, sí salté de mis hormas para pedir explicaciones de cómo es posible que en Barcelona, unos días antes y en una sucursal cualquiera de la misma empresa –y sin DNI- me hubieran cambiado la misma cantidad que cargaban mis manos sudorosas. La respuesta, por supuesto, me dejó aún más anonadado: "En Málaga nos regimos por otras normas". "Claro, por eso está años luz de Barcelona y de buena parte de España", repliqué. Contestándome el empleado que hizo oposiciones a súper héroe local: "¿Quién es usted para meterse con Málaga?".

Contando hasta dos y conteniéndome hasta límites insospechados, expliqué al abogado boquerón que yo, aunque sin acento y con yuanes, no era más que un ciudadano español, nacido en Málaga, donde reside toda mi familia, a la que había venido a ver como un turista más. Que no entendía cómo era posible que los bancos, que ya ni dan crédito ni dejan sacar euros por ventanilla, tampoco accedan al cambio de divisa extranjera. Que visto lo visto, sería obvio que mañana un ERE descomunal mandara a sus casas –siempre con sueldos parias del Estado- a buena parte de los empleados, que digo yo, si no realizan las funciones básicas de una entidad financiera para qué trabajan. El señor de La Caixa, ante mi indignación, contestó a una sola de mis plegarias: "¿El Banco de España podría ayudarme?". "Sí, vaya a la Alameda Principal, junto al Ayuntamiento". Gracias.

Mientras el cielo caía sobre mis espaldas caminé tortuoso hacia un Banco de España donde el señor de información me dio, sin mala intención, un bofetón al mentón. "Aquí hace treinta y dos años que no se cambia moneda extranjera". Aunque sea lo menos importante de esta historia, tuve que molestar a una persona para conseguir mi meta, que tuvo que quedarse con mis yuanes para meterlos en su cuenta bancaria y así él darme los correspondientes euros.

Pero la moraleja de esta tristísima historia tiene que ver con mis comentarios hacia ese empleado de La Caixa de la Avenida de Andalucía; que mientras los chinos compran nuestra deuda, cierran nuestras fábricas –conminados con nuestros empresarios- y llenan sus cajas de caudales de euros y dólares, nosotros, en la Luna de Valencia, no cambiamos sus yuanes esperando, sospecho, a que sea tarde. A que terminemos de quebrar. Eso sí, los catalanes a los que tantos metemos cizaña, ya van guardando divisa china, a sabiendas del valor que tendrá en un futuro muy cercano. Que en Málaga, como dijo ese cajero, "nos regimos por otras reglas". Y así nos va.