Aún recuerdo cuando, siendo un niño, en la clase prefabricada de Benalmádena el maestro le dio una sonora bofetada a un compañero de clase y lo estampó contra la pizarra. El alumno, sin duda uno de los que peores notas sacaba, ni siquiera lloró, pero al día siguiente se sabía de memoria los ríos de España y sus afluentes. Entonces, el profesor imponía autoridad. Los niños no nos atrevíamos a decirle a los padres si habíamos hecho algo negativo en el colegio, porque entonces te llevabas una segunda bofetada. «Algo habrás hecho mal para que la seño te haya castigado», solía ser una de las frases predilectas del progenitor, con grito incluido. Y éste era de los menos rígidos, porque había quien utilizaba más el cinturón para otros menesteres que para el pantalón. En mi caso, mi padre nunca me puso la mano encima, pero siempre me dijo que el profesor o la profesora siempre llevaban la razón. Por desgracia, esto se ha perdido en el noventa por ciento de los centros de enseñanza.

Tres décadas después hemos pasado de la libertad que comenzaba a instalarse en España al libertinaje más exacerbado. De Málaga a Malagón. Aún veo por las mañanas a muchos niños que no están escolarizados, aunque afortunadamente cada vez son menos. El principal problema está en la educación. En pleno siglo XXI, muchas familias piensan que la labor educadora es exclusiva de los profesores, cuando la realidad es que la base de la educación está en la familia. Los niños son «esponjas» que absorben cualquier gesto, acción, palabra o actitud de su padre o de su madre. Los imitan, porque son sus primeros ídolos.

De este modo, si ven a un padre tirar una colilla por la ventanilla del coche, pasar la calle por donde no hay paso de cebra, saltarse el semáforo en rojo, sentarse en el autobús en detrimento de un anciano o de una embarazada, cuando sean mayores lo verán como algo común. En mi barrio (podría haber ocurrido en cualquier otro) he visto a unos niños pateando una papelera llena de basura hasta tirarla al suelo. «Eso no debe hacerse», le dije con buena intención, mientras ponía a la papelera en su lugar. La respuesta de uno de los cinco pequeños no se hizo esperar: «Nos da igual lo que nos digas. En cuanto te vuelvas, vamos a volverlo a hacer». Otro ejemplo: el pasado domingo, durante el cumpleaños de una sobrina en pleno campo, unos jóvenes de entre 17 y 18 años, que habían bebido alcohol y fumado, se marchaban a los coches (la mayoría de ellos no estaba para conducir) dejando todo patas arriba.

Una señora mayor, que se dio cuenta, les llamó la atención. Entonces les dije que no tenían educación si no recogían las botellas y demás desperdicios. De los veinte, al menos tres se acercaron y se pusieron manos a la obra. «Y son de lo mejorcito del colegio», postulaba mi cuñada, que los conocía. Aún me pregunto si habrían recogido la basura en caso de no saber que algunos de mis familiares los conocían del colegio. Los padres deben ser los primeros educadores. La enseñanza que reciben en el aula debe ser complementaria, muy necesaria en cuanto a conocimientos, pero al margen del respeto, el saber estar, el civismo y la educación que deben recibir del padre y de la madre.