Gracias a la reciente edición ilustrada de la novela corta Un puesto avanzado del progreso, de Joseph Conrad, por la Editorial Traspiés de Granada (con traducción, introducción y dibujos excelentes de Federico Villalobos), he vuelto a sumergirme en una historia hipnótica cuyas reflexiones sobre el progreso no han perdido vigencia en los 115 años que han pasado desde su publicación. Los protagonistas, Kayerts y Carlier, son dos hombres blancos que están a cargo de una factoría, perteneciente a la Gran Compañía Comercial, en medio de una selva africana. Allí, alejados 300 millas de la civilización y a la espera de que un vapor llegue por el río para recogerles a ellos y a su cargamento de marfil, que reciben de los nativos a cambio de baratijas, ven pasar los días entre fiebres, cocodrilos e hipopótamos, salvajes que hablan idiomas que no parecen reales sino soñados y que cantan «canciones de manicomio», periódicos atrasados varios meses y años, novelas roídas por la humedad y los insectos, espíritus malignos y, en general, «cosas incontrolables y repulsivas». Ellos son, en tanto que adalides del comercio, y sin importar que pertenezcan a niveles sociales deleznables en términos europeos, mensajeros de la civilización y del progreso, apóstoles de la verdad y del saber, un chorro de luz cuya sagrada misión es contribuir a disipar las tinieblas en las que viven esos «magníficos animales» que son los negros. No lo harán evangelizándoles sino explotándoles y engañándoles, pero eso será un paso necesario para que su conversión sea absoluta e irreversible, ya que, en última instancia, el dinero es dios de dioses, el dios que acabará con todos los fetiches, magias irredentas y crueldades primitivas. Lo que Kayerts y Carlier acabarán descubriendo es que la selva va creciendo poco a poco dentro de ellos y devastando sus creencias, y que el supuesto mensaje superior del que son portadores es, en realidad, una falacia insoportable, despreciable e infantiloide. Los detalles y el impactante final los dejo para el lector que quiera acercarse a esta obra maestra de la literatura crítica con el colonialismo y de la literatura a secas.

Kayerts y Carlier son hombres máquina, así los define Conrad, que creen tener ideas propias pero que se limitan a encarnar las ideas de la masa que les da cuerda. Son, en efecto, engranajes, no almas libres. Y sirven al progreso porque el progreso es la gran tarea de la civilización. Así se pensaba en el siglo XIX y así, aunque con otros nombres, se sigue pensando hoy en día. El progreso actual se ha dotado de prestigios antropológicos, filosóficos y económicos que a duras penas esconden sus deudas con ese capitalismo feroz del que procedemos y al que estamos volviendo a marchas forzadas obedeciendo las órdenes marciales de los mercados financieros y de países como China, que se ha convertido en la Nueva Compañía Comercial en África y en otras partes del mundo. Antes colonizábamos con ejércitos y usando la prestidigitación del comercio (marfil por abalorios, oro por telas estampadas) y ahora nos colonizan con tiendas de todo a un euro (no olvidemos las condiciones de la mano de obra que producen esos objetos de consumo) y con la magia negra de los mercados de deuda. Nos colonizan y también, por supuesto, cuando nos dejan, seguimos colonizando.

No hemos progresado mucho. O lo hicimos y nos hemos puesto a retroceder. El progreso ya no progresa sino que regresa. Y lo peor de todo es que la selva tampoco es ya lo que era.