La calle como campo de batalla. La calle como mostrador de lo que nos indigna, como escaparate de lo que nos duele, de lo que nos afecta y también de lo que nos asusta. La calle como manifestódromo, recordando el final de aquellos, a la luz de la memoria (esa embustera, esa embaucadora) felices años ochenta del siglo pasado.

La calle como escenario de nuestras quejas, ahora, cuando ya casi todo está perdido, cuando lo que creímos bienestar conseguido, consolidado ya para siempre, quizás no fuera más que un cebo, una forma de hacernos paladear lo bueno para que luego estuviésemos dispuestos a hacer cualquier cosa por recuperarlo, aun sabiendo que será imposible.

La calle como metáfora de donde acabaremos de seguir así, con esta asfixia cotidiana que crece en movimiento uniformemente acelerado, esa que se muestra como una firme promesa de penuria, esa que reduce nuestros ingresos (quienes aún los tenemos) y aumenta nuestros gastos, adelgazando sin piedad las posibilidades de seguir adelante.

La calle como espejo de todos nuestros errores, de la equivocación de haber cedido tanto, de haber permitido, indolentes, que creciera el monstruo y ahora a ver quién lo detiene, dónde encontramos un San Jorge. La calle como termómetro aún de nuestra desidia, de nuestra falta de valor o de energía, de una sociedad desestructurada en la que es más fácil reunir veinte mil personas en un entrenamiento de la selección de fútbol que en una reivindicación social porque le importa más la Eurocopa que el Eurogrupo.

La calle como reflejo de nuestro poder de ciudadanos, pero también de la sinrazón de la masa, tan fácil de dirigir por una mínima escuadra enfurecida, brutal, irracional, capaz de romperlo todo, incapaz de, así, construir nada. La calle como medida de la credibilidad de quienes a la calle convocan, de esos sospechosos muchachos que nunca pasaron del taller al despacho, que no han pisado serrín sino moqueta, que saben la copla sólo de oídas.

Arde la calle, pero no al sol de poniente, como en aquella imborrable, irrepetible canción de Radio Futura, sino a la cruda intemperie de los malos tiempos, a la tristeza de lo perdido y de lo que está por perderse. Arde la calle y hay razones, pero es preciso conservar la razón y la mesura, conseguir que las llamas solo sean, como en los clásicos, una metáfora de la inteligencia.