Unas cuantas cifras para que se perciba la magnitud de lo que nos espera.

Rajoy ha anunciado que el objetivo de déficit de 2012 va a ser del 5,8% en lugar del previsto 4,4%. Un alivio de 1,4 puntos que permitirá gastar algo más, o recortar algo menos de lo esperado. Pero de estos 1,4 puntos, solo 0,2 benefician a las comunidades autónomas, cuya previsión de déficit sube del 1,3% al 1,5%, a alcanzar desde el 2,9% con que se cerró el último año.

Conseguir dicho objetivo significa reducir el gasto autonómico en un mínimo del 9%, si los ingresos se mantienen, y en cifras superiores si los ingresos decaen por culpa de la recesión. ¿Es posible un recorte de tal calado después de todos los recortes que ya ha habido, y con unos niveles de malestar social que van creciendo y que empiezan a estallar? ¿De dónde van a salir los 15.000 millones de euros equivalentes?

Por supuesto, eliminando coches oficiales y reduciendo consejerías no hay ni para empezar. Los gastos de alta dirección de las comunidades no suponen ni el medio por ciento del conjunto. Cultura representa poco más del 1%. Las subvenciones a las criticadas televisiones autonómicas no llegan a este 1%. Carreteras y otras obras ya es una partida reducida a lo simbólico. Todo eso ya se sabía cuando se lanzó con alevosía la especie de que la sobriedad era remedio suficiente.

¿De dónde hay que recortar entonces? Una pista: entre sanidad, enseñanza y servicios sociales se llevan tres cuartas partes del gasto autonómico, o aún más si se hace una atribución proporcional de los gastos generales. El mapa de competencias está montado de tal manera que hablar de autonomías y estado del bienestar es prácticamente lo mismo. Esta es su tarea principal.

Cuando se opta por exigir a las comunidades que asuman el mayor esfuerzo en la reducción del déficit, se opta por castigar al estado del bienestar. Cuando se les impone que jibaricen los presupuestos en un 9%, se sabe que maestros, médicos y ayudas sociales –y por lo tanto, alumnos, pacientes y gente necesitada– pagarán la factura. Son estas decisiones, y no los discursos y los eslóganes, lo que define la orientación política de un gobierno.