Hay ideas que entran en la cabeza como lo cacos en las joyerías: rompiendo la luna del escaparate. Hay cabezas con todas las lunas destrozadas, la mía sin ir más lejos. Como soy insomne, muchas noches, en la cama, oigo llegar el coche con las ideas asaltantes dentro y escucho el estrépito producido por el alunizaje. Las ideas malas no entran en la cabeza para llevarse las buenas, entran para quedarse, para anidar, para que yo, por las mañanas, me crea que son mías. La cuestión, ya digo, es que no duermo y me entero de todo, aunque permanezca con los ojos cerrados, fingiendo estar en séptimo cielo. He de tener cuidado con esas ideas que ponen huevecillos entre los surcos de mi masa gris, huevecillos de los que salen luego pequeñas opiniones asesinas que, lejos de aliviar mi insomnio, lo acentúan.

Butrones. Estas opiniones o ideas de segunda generación son expertas en hacer butrones en el tabique que separa mi intelecto de mis sentimientos. Mientras una idea mala permanezca en la zona de las ideas no pasa nada, se la puede combatir con otras ideas, si uno dispone de ellas. El problema es cuando logra disfrazarse de sentimentalidad. Solo hay algo peor que un sentimiento puro: una idea sentimental. Por las noches, mientras finjo dormir con la radio encendida, las ideas malas sacan sus lanzas térmicas y sus taladradoras industriales para efectuar un agujero por el que penetrar en la zona de los sentimientos. El apareamiento entre las ideas invasoras y las emociones propias es como una cópula entre elefantes. Tiembla toda la selva, se mueve toda mi identidad, víctima de ese tsunami venéreo. Al día siguiente estoy para el arrastre y me detesto, me detesto porque noto que he cogido cariño a las ideas malas, a las ideas invasoras que han logrado conquistar mi corazón. El corazón es un nido de víboras, quizá un nudo de víboras. Me gusta más la idea del nudo, puesto que no hacemos otra cosa, durante gran parte de la vida, que deshacer un nudo. Venimos al mundo a deshacer un nudo que han hecho otros y cuando lo logramos nos morimos, dejando como herencia otro nudo a nuestros descendientes. Que suene ya el despertador.