En un período donde la sequía en todos sus ámbitos inunda nuestro entorno, contaminado de conflictos en un mes diseñado para la disputa con tintes preelectoralistas, hablar de ética puede parecer incluso hasta inoportuno.

La palabra ética proviene del griego ethikos, que significa «carácter» y define el estudio de la moral y de la conducta humana para fomentar comportamientos deseables. Si aplicamos el concepto al ámbito político laboral, la ética profesional lo que pretende es regular las actividades que se realizan en el marco de una profesión, en este caso la de representante público. Hay que señalar que la ética, en líneas generales, no es coactiva, es decir, no impone sanciones legales.

Sin embargo, la ética profesional se enmarca dentro de los códigos deontológicos que regulan una actividad competente y que forma parte de lo que conocemos como ética normativa que recoge una serie de principios y reglas de cumplimiento obligatorio.

La ética sugiere aquello que es deseable y condena lo que no debe hacerse, mientras que la deontología cuenta con mecanismos administrativos para garantizar que la ocupación se ejerza con responsabilidad moral. Así, una vez entendido el concepto, la práctica habitual de los dos grandes partidos -PSOE y PP- de formarse en escuelas de alta dirección con cargo a los presupuestos de las instituciones públicas, en una coyuntura crítica que ellos mismos determinan de «insostenible», parece romper con todo código deontológico aun cuando este hábito sea legal.

En el reclutamiento de los procesos de selección de nuestros políticos habría que incluir, dentro de los requisitos del perfil del candidato, que en su formación académica estuviese contemplado un Máster en Ética Política y poder ahorrarnos el adiestramiento a posteriori de nuestros próceres ¿No creen?