El pasado día 8, jueves, se celebró el Día Internacional de la Mujer. Todavía sigue siendo necesario, en todas y cada una de las partes del mundo celebrar ese día como recordatorio de la igualdad de oportunidades, derechos y dignidad. Todavía queda mucha discriminación arraigada a las estructuras sociales, a las costumbres, a las relaciones, a la vida laboral, a las religiones, al lenguaje, a la educación, a la moral… Todavía hay muchas mujeres que mueren a manos de sus parejas y otras que están enterradas en vida.

Hace algunos años dirigí la tesis doctoral que realizó mi querida amiga Gloria Arenas, apasionada feminista, lamentablemente fallecida ya. La investigación consistió en el análisis del aprendizaje que los niños y las niñas de una Escuela Infantil realizaban acerca de su género. Es decir, sobre cómo aprendían a ser niños y niñas. En concreto, de cómo desde la Escuela Infantil se asumían roles y se repetían estereotipos vinculados al hecho de ser hombres o mujeres.

Recuerdo que, cuando las profesoras de la institución (todas mujeres) escucharon la petición de Gloria, dijeron que ellas eran personas comprometidas con la coeducación y que no veían necesario el trabajo. Era verdad. Se trataba de docentes sensibles y comprometidas con la educación para la igualdad. Pero, cuando el trabajo fue avanzando, descubrieron cuántos hechos, palabras y actitudes discriminatorias se escondían bajo la capa superficial de la vida escolar. Ellas se vieron sorprendidas por el lenguaje que utilizaban, por las costumbres, las expectativas y los prejuicios…

Como fruto de la tesis, la Editorial Graó, con el buen sentido pedagógico y la calidad técnica que acredita a quienes la dirigen, publicó el libro Triunfantes perdedoras, que gustosamente prologué. El título se debe a una peligrosa actitud que la autora vio aflorar en diversas ocasiones. Se trata del hecho de que las niñas fuesen felicitadas por perder.

Pondré un ejemplo, que ahora, pasados ya algunos años, todavía recuerdo con nitidez. Un grupo de niños y de niñas estaba jugando al conocido juego de las sillas. Se coloca un número de sillas, inferior en una unidad al número de personas que juegan. Los niños y las niñas dan vueltas alrededor de las sillas mientras suena la música. Cuando el director o la directora del juego detienen la música, cada jugador o jugadora tiene que ocupar una de las sillas libres. En una de las ocasiones, un niño y una niña, al interrumpirse la música, se sentaron en la misma silla.

La niña, se dio cuenta del problema y, generosamente, se levantó y se declaró perdedora. La profesora le dijo:

– Muy bien, las niñas ceden.

La habían felicitado por perder, por ceder, por no ser triunfadora. Creo que la intervención correcta era otra. Que podía consistir en una felicitación, claro que sí, pero en otros términos.

– Muy bien, las personas, a veces, ceden.

Pero no por ser niñas. Pero no por ser mujeres. No es su papel el de triunfantes perdedoras.

En otra ocasión en la que la profesora pidió a los niños y niñas que limpiaran cada uno su mesa, una niña, diligentemente, terminó de hacer su tarea a la perfección. La profesora le dijo:

– Muy bien, así se hace. Las niñas saben limpiar muy bien. Ayuda ahora a tu compañero a que lo haga tan bien como tú.

Sí, está bien que ayude. Pero tiene que ayudar no por ser mujer, sino como persona que echa una mano a otra que lo necesita. Podría poner muchos otros ejemplos. La vida lo ha hecho muchas veces con las mujeres. Las ha felicitado por perder, les ha asignado un papel y las ha tratado de admirar por desempeñarlo a la perfección.

– La niña se queda en casa para cuidar a su mamá enferma y anciana. Enhorabuena.

– La mamá deja la promoción en el trabajo por sus hijos. Muy bien.

– La mujer se queda sin estudiar para que pueda hacerlo su hermano o su marido. Maravillosa renuncia.

– La mujer renuncia a un puesto político porque tiene que hacer la cena para los hijos. Qué generosa.

– La niña se queda en casa para que su hermano pueda viajar al extranjero. Qué admirable.

– Además de tener un trabajo fuera de casa, se ocupa del hogar y cuida de los hijos. Qué maravilla.

– La mujer imita la humildad y el silencio de la Virgen María. Qué hermoso.

Cuando le aconsejé a Gloria el título de su libro, que aceptó encantada, me inspiré en otra obra atravesada por la misma filosofía. Aprender a perder, de Dale Spencer y Elizabeth Sarah. Un libro que trata de unir política de la educación y teoría feminista. Un libro en el que se hace un punzante análisis de la discriminación a la que se somete a las niñas en los materiales curriculares y en la interacción en el aula. Recuerdo muy bien un capítulo del libro en el que las profesoras de una escuela llevan al claustro del profesores (de forma conjunta) el hecho de las agresiones verbales de sus colegas…

Hay que intervenir. Intencional, colegiada y persistentemente. Hay que hacer proyectos para la igualdad. Cuando fui director de un colegio (experiencia de la que hice algunos comentarios hace dos semanas) escribí un libro (año 1984: ha llovido un poquito ya y qué sequía aún) que se tituló Coeducar en la escuela. Por una escuela no sexista y liberadora. Es el proyecto que la comunidad elaboró para hacer frente a estas problemáticas y decisivas cuestiones. Un proyecto en el que estábamos implicados todos y todas, el profesorado de todos los niveles y las familias del centro. Un proyecto de este tipo ha de ser compartido por todos y por todas. Desde el paradigma de la colegialidad se puede conseguir algo. Desde el individualismo, muy poco. Si lo que hace uno (casi siempre una) por la coeducación, lo deshace otro con unas bromas soeces en la sala de profesores, apenas si se avanza.

Recuerdo que estuvimos un año, antes de lanzar el proyecto, revisando nuestras pautas sexistas. Las había de todo tipo y pelaje. No teníamos varones en los cursos de Preescolar, por ejemplo. Y nos preguntamos: ¿por qué? Todas las respuestas resultaban fácilmente desmontables. Al fin incorporamos el cincuenta por ciento de varones con resultados muy positivos.

Revisamos nuestros textos, nuestras relaciones, nuestras actividades. Y lo hicimos porque pensamos que en esta cuestión, como en todas, no hay forma más bella y más eficaz de autoridad que el ejemplo.

La comunidad educativa tiene que asumir el reto de la construcción de la igualdad. ¿Qué decir de esos centros que, apoyándose en un presumible resultadismo, separan a los niños y a las niñas? ¿Cómo aprenden entonces a convivir, cómo aprenden a respetarse, cómo aprenden a relacionarse desde el respeto a su irrenunciable dignidad, cómo desarrollan su vida emocional? Hace poco vi un reportaje sobre esos centros en que las niñas decían que preferían estudiar en ellos porque así no se distraían pensando en los niños. Otro tanto decían los niños. Y es que no hay mayor opresión que aquella en la que el oprimido mete en su cabeza los esquemas del opresor.