Hubo un tiempo en que el gran empresario alardeaba del número de trabajadores a los que daba empleo. Era una manera humanitaria, y socialmente útil, de complacerse de los muchos cuerpos de los que extraía la plusvalía y le aseguraban la formación del capital. Hoy esa libido empresarial se ha ido, por desdicha para el empleo, y temo que no habrá Viagra laboral que la resucite, por más rebajas-señuelo que se inventen. Debo a mi poeta de cabecera, que pertenece a una generación posterior a la mía y no tiene en su cuerpo lírico un gramo de grasa de cursilería (los de mi generación la habíamos heredado, quizás, de las privaciones sensitivas de la segunda posguerra, en un comprensible juego de compensación), el siguiente poema, titulado Animal rights: «Cuando los empresarios / despertaron / ya éramos todos autónomos. / Para comenzar de nuevo / hubo / que domesticar otras bestias».