Vivimos a velocidad de vértigo, de urgencia en urgencia, azuzados por los mil y un negocios de la nada, esclavos de un devenir que ha aumentado sus revoluciones tanto que ya no nos transporta con amabilidad de circunstancia en circunstancia sino que, a poco que nos descuidemos, nos atropella. (Un devenir que ya no nos lleva de viaje en su alfombra voladora, haciéndonos visitar los fantásticos países reales e imaginarios que todos llevamos dentro, sino que nos arrolla como un autobús sin frenos conducido por un loco.) Hemos perdido el sosiego y algo peor: hemos dejado de tener el sosiego por algo recomendable, por un objetivo saludable o simplemente inocuo. El que no se apresura (excitado, nervioso, con la lengua fuera) queda fuera del sistema porque el sistema castiga cualquier demora, cualquier vacilación, cualquier descanso. El sistema nos ha diseñado para que seamos nuestro desasosiego, es decir, para que sea el desasosiego el que dicte nuestros ritmos y nuestros deseos, nuestro trabajo y nuestro ocio, nuestros sentimientos y nuestras ideas.

Un desasosiego este sin metafísica y sin poética porque la metafísica ha sido sustituida por la política, que ya no emana de lo alto sino que hace su guarida en los más bajos instintos del hombre, y la poética ha sido corregida por la economía, que ha tachado como acto subversivo, frente al acto obligatorio de contar billetes o deudas, contar nubes o sílabas de un verso o líneas de fuga al infinito en el cuerpo de un amante. Un desasosiego que ya no nos pone en contacto con las fuerzas telúricas del ser humano, ese magma común en ebullición, esa inquietud o desasosiego originarios del que proviene lo creado, sino que nos sepulta en ciénagas de tareas inmediatas que nos asfixian poco a poco.

Un desasosiego sin alma y el sosiego como interdicto: entre esos dos extremos vivimos o creemos vivir. La mayoría se da cuenta de esta doble presión insoportable, la nombre como la nombre, y hace lo que puede para seguir en pie: el alcohol, la televisión, el fútbol, las pastillas, el esoterismo barato. Tecnologías de la banalización, al menos cuando son consumidas en exceso, que banaliza lo suficiente para que uno siga siendo un mecanismo obediente al servicio del sistema, pero no tanto como para que uno deje de cumplir sus funciones asignadas con un mínimo de eficacia. Es por eso que el sosiego es tenido por uno de los grandes enemigos de nuestro modelo de civilización: porque pone en cuestión el significado profundo de lo que esta civilización nuestra hace con nosotros y con el mundo. Es por eso que en todos los poderosos, que son el modelo consciente o inconsciente de los no poderosos (por no decir los impotentes) que les servimos en masa, tienen el rostro crispado y exigen que nosotros también lo tengamos. Esa crispación universal es la prueba científica de su poder, de su victoria.

Recuperar esa paz interior que traemos al nacer y que perdemos pronto, practicar una vía espiritual no subordinada a ninguna institución dogmática, la capacidad para hacer el vacío en uno dejándose absorber por el vacío de una pared o de un árbol, entregarse al arte fuera del mercado del arte, elegir oficios sin futuro (la poesía, incluso la mendicidad), explorar los resquicios inatendidos por el sistema y quedarse profundamente dormidos en ellos: el sosiego nos reclama en voz baja, pero todavía audible, desde muchos lugares desprestigiados, desde lo inútil y lo desechado, desde lo descompuesto y lo retrasado, desde lo caído en desgracia y lo tachado.