Cuentan que en la extinta Unión Soviética circulaba un chiste en el que un obrero le preguntaba a otro: «¿Tú crees que el comunismo es científico?», a lo que el otro le contestaba: «No, no creo; si fuera científico primero lo hubieran experimentado con ratas». Viendo cómo nos va en los últimos tiempos, tengo la impresión de que el capitalismo neoliberal sí lo han experimentado con ratas.

Por desgracia, la naturaleza de la política la hace un terreno más apto para la ideología (entendida, a la vieja manera marxista, como falsa conciencia) que para la ciencia. De tal manera que incluso cuando los científicos se dedican a la política, suelen convertir el oro de su conocimiento científico en plomo ideológico. Y eso independientemente de si son científicos de la naturaleza o de la sociedad. El mismo pediatra que con su conocimiento científico salva a nuestro hijo, es capaz de imponer el copago y llevarse por delante todo el sistema sanitario y la salud del país entero.

Cuando un científico tiene más respuestas que preguntas es que ya se ha convertido en un ideólogo. La ideología es como esa escayola con la que los arqueólogos rellenan los huecos de una cerámica. Lo que ocurre con la ideología es que con el mismo trozo de cerámica igual te hacen un ánfora que una palangana, porque la mayor parte lo pone uno con su imaginación. El trozo de cerámica que usa la ideología es la lógica de una idea, a partir de la cual se deduce el mundo de manera fluida y coherente. La ideología convierte, como decía Hannah Arendt, la coincidencia en consistencia. Y funciona porque se aprovecha de nuestra angustia, de nuestra necesidad de llenar el vacío de sentido que deja en nuestras vidas el azar de la existencia.

En la pasada legislatura se extendió una curiosa explicación ideológica a la situación de paro: los capitalistas no invertían porque había un gobierno de izquierdas, así que en cuanto salieran los socialistas del gobierno, los ricos invertirían su dinero y se acabaría el paro. El argumento tenía lógica, pero no tenía razón. En cuanto ha ganado la derecha lo hemos podido comprobar, su reforma trae más paro y más pobreza.

La pobreza es una materia sobre la que se han interesado dos ideologías contrapuestas. Ambas sostienen que la pobreza espabila a la gente, en un caso para trabajar, en el otro para hacer la revolución. Para ambas ideologías el estado del bienestar ha sido un gran retraso, bien para el desarrollo económico capitalista, bien para el advenimiento del paraíso comunista. Para los unos, en la medida en que los trabajadores están protegidos, tienden a trabajar menos y a ser menos productivos. Para los otros, en la medida en que tienen un cierto nivel de bienestar, disminuyen sus ganas de hacer la revolución. La lógica de esas dos ideologías lleva a un experimento muy doloroso, que se ha vuelto a poner en marcha y que siempre termina en un fracaso. Ni los pobres, ni los parados, son un muelle; si los aplastas no desarrollan una fuerza igual pero en sentido contrario, sencillamente los aplastas. Aplastas su esperanza, su dignidad, su vida.

Hoy en día casi nadie se atreve a ir públicamente en contra del estado del bienestar, dirán que es caro, o que es insuficiente, pero ni en la izquierda ni en la derecha encontraremos un discurso explícito en contra del estado del bienestar. Sin embargo, la lógica irracional de sus ideologías se filtra en un sentimiento muy enconado, en una cierta derecha y en una incierta izquierda, contra los socialistas. El socialismo democrático, mil veces criticado por gradualista, por reformista, por pactista, siempre es visto por unos y por otros como el metepatas que impide la consumación de la lógica irracional de cada una de sus ideologías.

Desventurados los pobres en los tiempos en los que la pobreza es vista como una oportunidad en vez de cómo una desgracia.