Ya desde que la crisis económica y financiera empezó a dar sus primeros zarpazos sobre un solar hispano que durante un fugaz ensueño parecía que era indemne a las convulsiones internacionales, la palabra retroceso se fue colando en nuestro lenguaje y en nuestro pensamiento. En los primeros compases de la crisis, desde estas mismas páginas tratamos de poner de relieve que, contrariamente a lo que estábamos inclinados a creer, el retroceso provocado por aquella no nos había devuelto, en un visto y no visto retorno al pasado, a comienzos de los años noventa del pasado siglo. La capacidad productiva, la magnitud de la actividad económica generada, el capital humano y las infraestructuras disponibles a principios del año 2009, entre otros elementos, nos situaban, a pesar de todo, aparentemente al menos, en una posición bastante más favorable que la de dos décadas atrás.

Aunque es innegable que la idea del «aterrizaje suave», asumida todavía en 2007 y una buena parte de 2008, se truncó por un brusco descenso a tierra sin tren de aterrizaje, más adelante, a la altura de 2010, parecía, o tal vez solo se anhelaba, que pudieran intuirse algunas tenues luces al final del túnel. Sin embargo, después de repasar el abecedario al encuentro de letras que pudiesen describir el perfil del ciclo económico, la deseada letra «V» hubo de ser descartada para dar paso a otras de vaticinios menos favorables, y en aquella, de momento, únicamente se constata un trazo descendente añadido. A fuerza de tantos vaivenes y conmociones, ha llegado a ser imposible identificar los puntos de mayor algidez de la gran crisis en la que estamos instalados.

No es de extrañar, así, que la palabra retroceso haya quedado grabada a fuego en nuestra conciencia colectiva, arraigando ineludiblemente la noción de tiempo perdido, respecto de la que se emiten opiniones para todos los gustos, y que no es exclusiva de España. En este contexto, tampoco resulta sorprendente que alguien, con una perspectiva internacional, con base en indicadores objetivos, se decidiera a elaborar un índice de tiempo económico perdido. El semanario británico The Economist, con su habitual sentido pragmático, ofrece una ilustrativa información, bajo la denominación de índice Proust, en inevitable alusión al celebérrimo autor de la múltiple obra A la búsqueda del tiempo perdido.

El reloj así concebido se basa en siete indicadores pertenecientes a tres categorías generales: a) riqueza financiera de las familias, precios de los activos financieros y precios de la propiedad inmobiliaria; b) producción anual y consumo privado; c) salarios reales y desempleo. Una media aritmética de cuánto tiempo se ha perdido en cada una de estas categorías genera la medición global propuesta.

La utilización de esa máquina para calibrar el tiempo económico nos llevaría a los españoles, en un viaje retrospectivo, al año 2004, lo que implicaría la pérdida aparente de ocho años. No es, sin embargo, España el país que experimenta un mayor retroceso, al verse claramente superada por un considerable grupo de países, encabezados por Grecia (trece años) e Islandia (doce años). En contraposición, Alemania, con algo más de dos años, es la economía, dentro de la muestra para la que se dispone de información, que registra un menor repliegue.

Sin pretender en absoluto negar la evidencia del tremendo impacto de la crisis, hay una cuestión que planea cuando se evalúan sus consecuencias: ¿resulta posible realizar algún tipo de matización a la noción de tiempo económico perdido? Este concepto nos lleva a la sensación de que una serie de activos se han volatilizado, han desaparecido sin dejar rastro. Es cierto que esto es lo que ocurre cuando, por ejemplo, se destruyen infraestructuras por catástrofes naturales. Sin embargo, ¿debe obviarse el valor de los bienes y servicios producidos y consumidos durante el tiempo pasado?, ¿debe ignorarse completamente el hecho de que, durante un período, ha habido ganancias en términos de renta y de empleo?, ¿se ha acumulado algún capital no financiero durante el tiempo económico perdido que sea aprovechable?, ¿es lo mismo tener un reloj parado durante un año que un reloj que ha funcionado durante un año y se para a su término?...

Más allá de las posibles disquisiciones filosófico-económicas, sí que hay un tiempo económico irremisiblemente perdido, ligado al drama del desempleo, el de aquellas personas que no logran encontrar un puesto de trabajo. No hacen falta muchos instrumentos de precisión para la medición de esa lacra social, que corre el riesgo de ocasionar la marginación de una generación completa.

Cuando, en 2004, vivíamos una etapa de bonanza económica y de expansión aparentemente imparable, era difícil imaginar que, ocho años más tarde, el reloj de los indicadores económicos hubiese podido retornar a la posición de aquel año. Aun con los matices expresados, el tiempo ofrece un nuevo benchmark, una nueva vara de medición de la actuación económica de las naciones. Como piedra de toque puede aportar una perspectiva aleccionadora e ilustrativa. No obstante, quizás puede ser más productivo, en lugar de tratar de buscar un tiempo pasado perdido y recrearse en las lamentaciones, procurar no desaprovechar las oportunidades que brinda el tiempo presente para sentar las bases de un futuro mejor.