La Unión de Cerrajeros de Seguridad (UCES), que agrupa al ochenta por ciento de los profesionales del gremio y que preside David Hormaechea, ha puesto en marcha en Córdoba un programa piloto que quiere extender al resto del territorio español. Consiste en cambiar las cerraduras, previa orden judicial, de los domicilios de las mujeres maltratadas. Un cambio gratuito, tanto en lo que a los materiales como a la mano de obra se refiere, para esas mujeres y para los ayuntamientos y comunidades que firmen convenios con la UCES. Los maltratadores tendrán un poco más difícil, gracias a esta extraordinaria iniciativa, llegar hasta sus víctimas, imponer su presencia en lugares donde no son bienvenidos, entrar en casas que repudian su demoníaca testosterona sin contemplaciones, acceder a la intimidad de las amenazadas por ellos.

Cambiar una cerradura es algo, por lo general, costoso para muchas de esas mujeres, cuya renta es demasiado baja como para detraer de ella los ciento y pico o doscientos euros que suele facturarse por ello. El hecho de que, si prospera esta buena idea en las demás provincias españolas, ahora puedan permitírselo cada una de las mujeres acosadas por el descerebrado de turno es una gran noticia que demuestra dos cosas: que hasta el momento no se había hecho (ni pensado) todo lo que se podía hacer para paliar uno de los más graves problemas de nuestra sociedad, un problema que produce decenas de muertes al año y miles de vidas destruidas por el pavor y las heridas físicas y psicológicas; y que, en éste como en muchos otros casos, la iniciativa privada actúa con más sentido común que las instituciones públicas. Cambiar la cerradura de un piso del que tiene las llaves un asesino potencial es un gesto básico de autodefensa, un mínimo que uno no entiende que las autoridades no hayan atendido hasta el momento, un primer paso para protegerse y a partir del cual comenzar la lenta y dolorosa reconstrucción de la autoestima y de la vida propia.

Las cerraduras son las guardianas silenciosas de las casas, las fieles amigas de sus moradores. Tenerlas de parte de uno es esencial para sentirse a salvo de los mil y un afueras que nos acechan, de los innumerables y muchas veces innombrados enemigos que todos tenemos o creemos tener. Vivimos en fortines porque la sociedad se ha vuelto más y más peligrosa y porque todos necesitamos bajar la guardia, dormir (y soñar) sin espadas de Damocles pendientes de un hilo encima de nuestras cabezas, relajarnos un cierto número de horas al día. Hay lugares, fuera y dentro de nuestras fronteras, donde todavía no es así, donde las casas y los coches se dejan abiertos de par en par, pero cada vez son menos (y mejor no nombrarlos aquí para no dar pistas a los codiciosos de lo ajeno, también de los latidos ajenos) y cada vez están más escondidos.

Vivir sin cerraduras suena, hoy por hoy, a utopía antigua o muy futura, a deseo lejanísimo. Por eso, como decía, tenemos que hacer lo que sea para que estén de nuestra parte, y con ellas las llaves que las abren y las cierran, y con ambas las manos que hacen girar esas llaves en un sentido y en otro, y adosadas a esas manos los brazos y los cuerpos y el corazón y la cabeza de la persona que las posee. La UCES ha tenido una idea excepcional, valiosísima y oportuna que ojalá hagan suya muy pronto todas las ciudades de España.