A hora que pintan bastos, ahora que se desmorona el Estado del bienestar tal y como lo conocíamos, ahora que los recursos educativos van a la baja cuando el Compromiso de Bolonia -la adaptación al Espacio Europeo de Enseñanza Superior- exigía aumentarlos, ahora, es decir, hoy mejor que mañana, ha llegado el momento de agarrar el toro por los cuernos y dejarnos de clientelismos, academicismos y sometimientos sectarios.

El nuevo ministro de Educación ha apuntado, como no, que la preocupante salud de la enseñanza española, reflejada una vez y otra por los informes PISA que nos sitúan en el furgón de cola en cuanto a aprovechamiento del alumnado, se va a arreglar con una nueva ley. Cabe aventurar lo que pasará con ella: que irá a unirse a la postre a todos los cambios anteriores no sólo inútiles en sí mismos sino parte nada menor del problema que nos ocupa. Todos los ministros del ramo se han llenado la boca reclamando un pacto de Estado para la educación que luego ninguno ha conseguido. Con semejante historial, hacer de adivino es cosa fácil.

Pero, ¿está ahí, en los curricula educativos, el escollo? La revista Science, una de las más importantes que existe en el mundo de la ciencia, publicó hace poco un editorial en el que sostenía que el principal activo de cara a la enseñanza y, por ende, el que ha de cargar con las culpas si ésta falla lo constituyen los profesores. El artículo editorial hablaba de profesores de matemáticas y ciencias pero el diagnóstico es del todo extrapolable a las demás enseñanzas. En particular a las de Humanidades, habida cuenta de que buena parte de los alumnos de hoy de esas facultades serán profesores cuando ejerzan su oficio.

Las denuncias de falta de recursos y los continuos cambios de orientación en las leyes son elementos secundarios frente a la necesidad perentoria de que los profesores enseñemos mejor. Si hemos de hacerlo en condiciones penosas es algo que cabe lamentar, sí, pero siempre que no dejemos de lado la advertencia de Science. Cada profesor -yo lo soy- debe esforzarse por cumplir con su deber más allá incluso de lo que cabría exigirle aunque sólo sea porque enseñar es una vocación. De manera paradójica, no son pocos -tampoco muchos, gracias sean dadas- quienes carecen de esa pasión por la enseñanza y valoran mucho más (como hace el propio ministerio, por otra parte) la actividad investigadora. Pero enfrentar la investigación a la docencia, como si fuesen valores alternativos entre los que hay que elegir, es tan tramposo como plantear la dualidad entre ciencias y humanidades.

Seamos serios, miremos hacia dentro en busca de la viga metida en nuestros ojos y tratemos de formar de manera excelente a nuestros alumnos para que ellos, a su vez, puedan hacerlo cuando les llegue el turno. Incluso si para ello hay que padecer abusos -agresiones, a veces-, incomprensión y desidia social. Nos va mucho en el envite; que no se diga que no estamos dispuestos a aceptarlo.