Echo de menos la lluvia. Echo de menos brutalmente la lluvia. No como concepto, ni siquiera como literatura. En esto no hay nada de nostalgia, ni de afectación de hombre afectado (en general). Es un tipo de añoranza más bien física, exclamativa. Por las mañanas me obstino debajo del plato de la ducha, al mediodía introduzco la cabeza en la campana extractora de humo en busca de algunas gotas, vaporosas y apreciadas gotas. He llegado, incluso, a considerar seriamente la posibilidad de practicarme incisiones en la frente para empaparme mejor del agua, aunque sea de garrafa o mineral. Siempre, pero siempre, a sabiendas de que nunca será lo mismo, falta esa ráfaga única, esa balacera tibia de improvisación y suciedad. Echo de menos la lluvia contra los cristales, en la ropa, en la tierra de Ludwig, mi pequeño cactus, resbalando por las paredes, por el alcantarillado, por la cruceta de los semáforos. En Málaga se tiene hambre de lluvia, se llora por la lluvia, se resecan los bordes de la canción.

La lluvia como maledicencia, como bicho mitológico, convertida en dios o en diablo, en principio y condena de la provincia; los malagueños, cuando llueve, se ocultan, justamente lo contrario que los lapones con el sol. En Rovaniemi, una mañana soleada, mientras una abeja insistía en sucidarse en mi tazón de chocolate, conocí a una finlandensa que trabajaba como una española durante el verano para vivir sin hacer nada y todo lo posible fuera de Laponia. Seguramente no había hablado con nadie de la CEOE. Piensen en la lluvia con la que está cayendo, en su toque bíblico, sustancial. Arenas en el balcón bajo un aguacero, redimido por la transustanciación, pedestre e instantánea, por el contramilagro de pasar divinamente de la gloria al mendrugo (de pan). Y van cuatro.

Tanta y tan variada derrota conmovería a Herodoto; inspiraría mi más genuino reconocimiento y admiración, pero resulta francamente difícil solidarizarse con el destino Arenas y, mucho menos, con su personalidad; él y el amigo Sanz, que así le llama, despiertan un repudio instintivo, automático, irracional, un rechazo que quizá también explique que el PSOE más apolillado y moralmente raquítico de la historia salga vivo una vez más en Andalucía, en su contrachapado frente al diluvio, como en una versión chapucera de la cosa de Noé. El PP, ay, vuelve a rehuir españolamente la autocrítica, todo ha sido cuestión de las malas artes, de la nueva pinza, e, incluso, del electorado, que se vuelve tarumba e imbécil cuando no da la mayoría a ese ejército de redentores y falsos tecnócratas con el que se cubren las vergüenzas los representantes europeos y del país. Otra vez la idea, como si no fuera idea, sino dogma, verdad como un templo, solemne, unívoca e irrebatible. Así, la reforma laboral, ese tratado de recortes y también de irrealidad que se asoma al mercado español como si estuviéramos en el tablero económicamente efervescente de Estados Unidos. Arderemos en el infierno, sí señor, añorando el tambor de la lluvia y los tonos pastel.