Cada cuatro años votamos para que alguien nos gobierne. Esa es la parte de democracia que corresponde a los ciudadanos, el momento cuatrienal en que los partidos hacen sus promesas para convencernos de que con ellos vamos a vivir mejor. En las últimas generales el panorama económico previo a la cita electoral era tremendo, pavoroso, aunque no tan crítico y espantoso como lo es hoy tras los lamentables presupuestos. Necesitábamos urgentemente que nos arreglaran el desastre. Entonces nos dijeron que las soluciones sólo podían venir con un cambio de gobierno. Un gobierno popular que prometía no herir el bien supremo del bienestar social ni subir impuestos a la clase media ni abaratar los despidos laborales.

Pero el cambio de gobierno, en lugar de soluciones, trajo males peores, más pobreza, más paro, más recesión. Promesas rotas e incumplidas. En un escandaloso movimiento de regresión decimonónica, están machacando a los trabajadores con el despido casi libre. Les han subido los impuestos hasta a los pensionistas. Se está empezando a meter mano, por la vía de las privatizaciones y el copago, a la seguridad social, a la sanidad, a la educación; están tirando por tierra los logros sociales, conseguidos tras treinta y tantos años de esfuerzos. Y a los únicos que se les ha favorecido (además de a los banqueros) es a la gran patronal a la que se le ha entregado el poder decisorio absoluto.

Roto el idilio por infidelidad manifiesta de una de las partes (la más fuerte) debemos considerar que si la confianza que se entrega con el voto cada cuatro años es a cambio de un compromiso que debe cumplir el partido ganador, es lícito que esa confianza se retire totalmente si las promesas no sólo no se cumplen sino que se convierten en mentiras. De ahí el fiasco de la derecha en las elecciones andaluzas. Y de ahí que millones de ciudadanos salgan a la calle a decirle al Gobierno que esto es un atraco a mano armada contra el pueblo. Todos somos conscientes de que los brutales recortes sólo son defendidos ardorosamente por pregoneros y corifeos espléndidamente retribuidos a quienes no afectan nunca las crisis.

El mercado del trabajo ha degenerado hasta convertirse en un baratillo donde se trafica sin escrúpulo con la mano de obra, es decir con mercancía humana. Hay quien mantiene la teoría de que el neocapitalismo salvaje ha colocado unos hábiles peones en los puestos de mando de la economía internacional y de ciertos gobiernos para derribar desde dentro un sistema social que no le reporta los dividendos que necesita. ¿Teoría de la conspiración? Más bien teoría de la evidencia. ¿Cómo es que un alto ejecutivo, experto en el trasiego de capitales e intereses, deja de ganar (al menos oficialmente) cuatrocientos mil euros para pasar a cobrar setenta mil? ¿Sólo por la vanidad de gobernar o es que lo imponen como mandamás para cambiar el sistema hasta descorazonarlo? La respuesta nos la dará el próximo destino de estos personajes, una vez acabada su misión ejecutora. ¿Cómo es posible que sigan sin tocar el bolsillo a las grandes fortunas? ¿Cómo es que se atreven con una reforma social que ellos mismos califican de «excesivamente agresiva» y, en cambio, disimulan ante la posibilidad de una auténtica reforma financiera que haga fluir los créditos y reanime el consumo?

Al igual que en alguna otra ocasión, también hoy el artículo me sale demoledor a mi pesar. Mi intención inicial era escribir sobre la suerte que tienen quienes, trabajando en lo que les gusta, se ven estimulados con superávit de momentos felices. Su propia tarea añade vida a sus vidas. Pero, vista la angustia en que nos han metido, mejor renuncio a la inoportuna evocación de idílicas situaciones del pasado y denuncio el hecho ignominioso de que centenares de miles de currículos brillantes, logrados tras años de esfuerzo, no les sirven absolutamente de nada a los jóvenes de nuestro país. Doctores, licenciados, técnicos, especialistas, se ven obligados, si es que tienen esa suerte, a hacer tareas menores a precios irrisorios. Y si no, como amenazaba un destacado y sarcástico líder empresarial, a Laponia a buscarse la vida. Más de cien mil españoles se han visto obligados a emigrar últimamente por la desesperanza laboral en su propia tierra. Debería el Gobierno plantearse muy en serio si su prioridad es atender a los exquisitos de Europa, plegarse a sus inflexibles teorías del recorte, o mirar hacia su pueblo y defender la tesis de que se puede elegir otro camino menos doloroso. Y, sobre todo, tener en cuenta que aquí el silencio de los corderos es ya solamente el recuerdo de una película.