En el mismísimo Viernes de Dolores, quizás como recuerdo de nuestra levedad en este mundo donde toda gloria pasa, el Gobierno dio a conocer los Presupuestos Generales del Estado. Una espina más para esta época de pasión que se inaugura sobre la sociedad española con un trono dinerario a cuestas. De aquellas grandes alegrías cuando nadie frenó la locura de gasto en que se sumió España entera, llegan ahora estas lágrimas. Todos en procesión y llanto tras el palio de los dioses que nos tienen que prestar ese dinero que algunos han descubierto ahora que no manaba milagroso desde la fuente de Cibeles y se filtraba hasta la caja del Banco de España. Sigue estando donde siempre le gustó vivir, en Suiza, en Londres, en Amsterdam y en esos sitios donde saben quererlo y cuidarlo como es debido y no ningunearlo como a un cualquiera. Y es que España es una ordinariez en general. El gobierno de Rajoy se ha encontrado con la época más fea del baile. Los españoles nos hemos acostumbrado a un nivel de vida al que no queremos renunciar, pero se nos olvidó que en esta vida todo cuesta dinero y que, echando mano de la historia, Castilla se independizó de León porque el rey leonés no pudo pagar los intereses que generó el precio de un halcón y un caballo. España ha perdido su independencia por irresponsable. Ahora chillaremos, haremos huelgas generales, pero eso no lo arregla sino el pago pronto de lo que se debe y eso cuesta y costará sacrificios. Nadie quiere perder sus privilegios. Los socialistas no promulgaron ninguna ley para que los bancos no entregaran préstamos más allá del 75% del valor de la vivienda, ni para evitar que los organismos públicos se endeudaran como locos. Expandieron el virus de la subvención. El pueblo andaluz y Asturias han votado las candidaturas socialistas a pesar de que por acción y omisión han invocado la ruina pública y privada de España. En cien días de gobierno los Populares ya van camino del Calvario y la crucifixión con trompetas y tambores a todo trapo.

A Rajoy le entró el nervio y lanzó a sus ministros a que vociferaran medidas, incluso sin haberlas pensado, que pareciera que hacían mucho en poco tiempo. La palabra es plata pero el silencio es oro. El hombre es preso de sus silencios y esclavo de sus palabras. El pueblo español tiene madurez y cultura suficientes para comprender los ajustes sanguinolentos de un Estado que se había enganchado a la subvención como estrategia empresarial y al empleo público como única aspiración de vida. Los números son los números. Sin embargo, los populares a la vez que la tijeras explicables, han llegado también con la incomprensible sotana extrema que se inmiscuye en la moral privada y eso ya desborda cualquier vaso del raciocinio. Pobre y en manos de los fariseos ya estuvo Jesucristo y ahora España lo procesiona en la estampa de su muerte. Quienes tenemos una hija, o una nieta, o conciencia y oímos las imbecilidades y los insultos a la inteligencia que profiere el ministro Gallardón cuando habla del aborto y del ser mujer asociado a un concepto falangista o mahometano de hija, madre, esposa y casta, nos asustamos. Uno, con años encima, recuerda aquella época de viajes a Londres para que las niñas ricas abortaran y viaje a la inclusa y a los conventos para que las pobres se deshicieran del pecado. Y esas golondrinas no volverán. Quienes tienen amigos o hijos o nietos homosexuales que forman un hogar ejemplo de convivencia hasta para los padres de la Iglesia, no entienden las prisas en desbaratar ese avance de civilización y respeto a la libertad del individuo que significó el matrimonio entre dos personas que se quieren más allá de su sexo. Los recortes económicos duelen, las invasiones en la moral privada aterran como aquellos himnos que hablaban de la vuelta de las banderas victoriosas. Cuando era pequeño los nazarenos me daban miedo por su anticipo de muerte, ahora de mayor me dan pánico esos ministros que llegan para evangelizar España; a muchos ya nos pilla en el lado de los indios. Y las urnas han hablado. La historia más triste es la de España porque se repite, decía Gil de Biedma. Qué verdad.