Los centros de enseñanzas artísticas superiores de todo el Estado (conservatorios, escuelas de danza y arte dramático, de conservación y restauración, de artes plásticas) son desde hace meses un hervidero de temor, indignación y zozobra. La causa inmediata de este seísmo ha sido una sentencia del Tribunal Supremo que ha venido a disipar un sueño efímero: la identificación de nuestras titulaciones con las universitarias.

La historia podría resumirse así: un documento legal tan esperado como prometedor, el Real Decreto 1614/2009, vino a establecer la ordenación de las enseñanzas artísticas de rango superior. Este texto determinaba que la culminación de esas enseñanzas (llamadas también «de Grado») daría lugar a la obtención del título de Graduado o Graduada (en Música, en Danza, en Arte Dramático, etc.), e incluso preveía las enseñanzas de Máster y los estudios de doctorado en el ámbito de las disciplinas que nos son propias. Sin embargo, poco después cuatro universidades españolas interpusieron recursos contencioso-administrativos contra esa ordenación legal de las enseñanzas artísticas, y el Supremo les ha dado la razón (la primera sentencia es de 13 de enero de 2012), anulando, por no ser conformes a derecho, los artículos básicos de la ecuación que nos situaba de un plumazo en ese espacio que para muchos de nosotros constituye la única posibilidad de salir de una indigencia no solo material: el universitario.

Los decanos tienen sus razones. Señalan que los centros artísticos no están sometidos a la acreditación de una agencia externa que verifique la calidad de sus títulos –la ANECA–, que las condiciones académicas, organizativas y laborales no son iguales, y que lo que no puede ser además es imposible.

Sin entrar a discutir la solidez de la argumentación, las implicaciones del dictamen son terroríficas: sitúa a las Administraciones ante la necesidad de dar una respuesta urgente, rigurosa y clara a un conflicto que vienen padeciendo las enseñanzas artísticas desde hace muchísimas décadas, y a los profesores y alumnos ante la angustiosa espera de la revelación de su propia naturaleza. Para más inri, nos veríamos desterrados del famoso Espacio Europeo de Educación Superior. Como en el Cratilo de Platón, no sabemos si la denominación que mereceremos habrá de ser fruto de una pura convención, o si la factura nominal de nuestros títulos debería ser emanación directa de una esencia y una valencia plenamente superiores, inequívocamente universitarias.

El cataclismo desatado por las sentencias del Tribunal Supremo al menos ha tenido, está teniendo, un efecto milagroso: el de la movilización de una colectividad a la que el individualismo propio de la profesión no siempre predispone a la reclamación conjunta de una deuda histórica. Muchos de nosotros (y puedo decir que en los conservatorios de música somos mayoría) abogamos sin ambages por la inserción en la Universidad: los claustros se decantan, el alumnado se manifiesta, el clamor comunitario perfila sus herramientas. El pasado 10 de marzo de 2012 tuvo lugar en el Real Conservatorio Superior de Música de Madrid el acto de constitución de la Plataforma para la Integración de las Enseñanzas Artísticas Superiores en el sistema universitario. Las adhesiones están en la venturosa línea del suma y sigue.

El desengaño ha propiciado una nueva ocasión histórica. Porque el limbo existe, y nosotros, los estudiantes y profesores de artísticas, estamos hartos de ser el coro de los inocentes a la espera siempre del día de la redención.