Así se titula el último poemario (editorial Pre-Textos, premio Javier Egea) del malagueño Pedro Molina Temboury, que llevaba muchos años sin practicar este género literario pero publicando novelas y fascinantes libros de viajes, como uno dedicado al Tíbet («Viaje a los dos Tíbet») que fue también una extraordinaria serie documental de televisión. «Islas, islas. Cuaderno de viaje por el Dodecaneso» es, como indica el subtítulo, un diario de viaje por algunas de esas islas griegas (Rodas, Tilos, Symi, Nisiros, Patmos, Kalimnos, Leros, Lipsi, Kos, Astipalea) que forman parte del imaginario cultural occidental porque fue en ellas donde, de hecho, nacimos todos nosotros. Nuestra cultura son esos archipiélagos de luz y sal divinas que, combinadas en mil y una maneras imaginativas, se metamorfosearon en teorías filosóficas, relatos mitológicos, tratados médicos, epopeyas y poemas que todavía hoy seguimos estudiando cuando queremos alcanzar el centro incandescente de lo que somos.

«Islas, islas» es, sobre todo, una honda reflexión sobre la insularidad esencial del ser humano, que realiza el tránsito de una soledad (el nacimiento) a otra soledad (la muerte) a merced del humor de los vientos y del oleaje. Todos y cada uno de nosotros, por más que nos integremos en sociedades más o menos estables (el amor, la amistad, la lengua, las ciudades, las leyes), somos, a la hora de la verdad, islas abandonadas, promontorios azotados por borrascas inclementes, un roca a punto de ser engullida por la noche del fin del mundo. Islas y no náufragos (como lo fueran Ulises sobre un mástil o Jonás en el interior de una ballena), como dice muy bien Pedro Molina Temboury, porque, sin importar que atendamos o no a las raíces de fuego que nos sujetan al centro de la Tierra, somos volcanes, «una boca de acceso al magma primigenio», «la exactitud de ser», «un proyecto de orden»: islas en tierra firme, no islas a la deriva; islas que explican sin domesticar el brutal sinsentido de los mares y ofrecen un atisbo de razón a su secular irracionalidad; islas que trazan una vertical desde lo más profundo a los más elevado para conectar la invisibilidad de las simas marinas con las invisibilidad de las galaxias infinitamente remotas. Islas que, para no sentirse tan solas, se agrupan, como en el título de este hermoso libro-barco, de dos en dos (islas-islas, cuerpos-cuerpos, vidas-vidas, palabras-palabras) sin por ello olvidarse de su radical y último y fatal aislamiento.

«Islas, islas» es un diario de viaje y una recapitulación del viaje, una de las pasiones de Pedro Molina Temboury, que lleva décadas atrapando horizontes como otros atrapan animales salvajes a lazo, como metáfora de la existencia. El viaje y las sucesivas pérdidas a las que éste nos va sometiendo: perdemos el lugar, perdemos las personas, perdemos la memoria, perdemos la propia vida. El viaje y la angustia de estar siempre de paso. El viaje, que nos ofrece la ilusión de estar cambiando por dentro y por fuera cuando en realidad, a poco que nos fijemos y que seamos honrados, islas como somos también para nosotros mismos, no nos hemos movido nunca del sitio. El viaje como espacio mental antes que físico (o plenamente físico porque antes se manifestó en la mente) donde, de merecerlo uno, se hace presente una ninfa (esa ninfa que nos invita a no dejar pasar lo único nuestro de verdad, el presente) que le susurra al oído el secreto de la felicidad, como ocurre explícitamente en varios de estos poemas y como escuchará el lector de este delicado y hondo libro.