La anfitriona levanta el tenedor del pescado como si fuera una batuta. Se impone un cortés silencio, que la directora de la función gastronómica aprovecha para sentenciar que «yo no hablo conmigo misma». Los comensales disfrazan su pasmo de interés concienzudo. Ya saben para qué les ha invitado, pero cuesta improvisar una réplica a la altura de tal intuición metafísica, mientras pugnas por despojar al rodaballo de su espinas traicioneras. (Al acabar el artículo, consultaré si el rodaballo es un pescado espinoso). Resulta que la habían sometido a una entrevista, y el periodista ocioso se ahorró la investigación pidiéndole que valorara su vida. Respuesta, «no lo sé, no hablo conmigo misma».

Habría que empezar por descifrar quién es uno mismo, pero esta reflexión es incompatible con el combate a muerte contra el rodaballo, mientras averiguas si el botón desabrochado de tu vecina es sólo un descuido. Siguiendo a Kurt Vonnegut, uno de los mayores filósofos del siglo XX, somos la imagen que los demás tienen de nosotros, por lo que más nos vale cuidarla. Esta hipótesis cancela toda opción de un diálogo interior. Sólo podríamos hablarnos a través de otros, con la inevitable pérdida de intimidad. Se lo explicarías a la anfitriona pero, si pronuncias «Von-ne-gut», la espina que ha sobrevivido a tu limpieza quirúrgica se te clavará en la garganta.

Sería bonito hablar con uno mismo, escuchar excepcionalmente un discurso atinado, darle la razón al interlocutor por una vez. Los políticos sólo hablan consigo mismos, y zanjan el dilema con su tercera persona vanidosa, administrable en neutro –«un ministro no puede...»– o por apropiación – «este ministro no puede...»–. De hecho, la monumental afirmación de que «Francisco Camps ha sido un gran presidente» no surge de los labios de Rajoy mascando un rodaballo mal cocinado, aunque haya prodigado valoraciones similares. La frase fue pronunciada por el propio Camps, como valoración independiente de un nombre tan preclaro que ni su dueño puede utilizarlo en primera persona.