Insolidarios con las desdichas de la realeza, algunos o tal vez muchos españoles reprueban estos días la conducta del Rey que se dedicó al tiroteo de elefantes en Botsuana mientras los inversores disparaban aquí contra España, pieza de caza mayor en la selva de los mercados. Y qué culpa tendrá él.

Años atrás, una cacería con participación del monarca hubiera sido pretexto para un reportaje a todo color en el Hola y poco más; pero se conoce que la crisis ha puesto las sensibilidades a flor de piel. Tanto es así que ahora se amonesta a las familias reales por llevar esa vida de glamour y lujo que hasta no hace mucho despertaba la admiración de sus súbditos y súbditas en las peluquerías.

La fascinación que los reyes ejercen sobre el pueblo deriva precisamente de lo irreal que es su vida. Las gentes del común que sufren apuros para llegar a fin de mes suelen –o solían– encontrar un extraño alivio a sus pesares en las historias de cuento de hadas que ya solo ofrece una institución como la monarquía. Los palacios, las vacaciones en la nieve, los paseos en yate y las cacerías en exóticos destinos pertenecen a un mundo de fantasía que, como cualquier otra ficción, sirve al público para evadirse de los groseros problemas del día a día. Hasta que esos problemas crecen.

Cuando la crisis aprieta el bolsillo, tal que ocurre ahora, no es infrecuente que el pueblo se vuelva de ánimo mudable y empiece a ver con enfado lo que antes le servía de distracción o, a lo sumo, para esbozar una sonrisa indulgente. Así se explican los reproches y hasta las burlas impiadosas que está suscitando la cacería cuyo secreto sacó a la luz el accidente sufrido por el Rey.

Percances como el que acaba de padecer el jefe del Estado son, en realidad, gajes propios de quienes pueden vivir –e incluso accidentarse– por encima de las posibilidades de los demás. Ningún riesgo corre un ciudadano sujeto a nómina e hipoteca de sufrir un contratiempo parecido: y en cambio es inacabable la lista de los poderosos que se han descalabrado en las pistas de esquí, al caerse del caballo o al entrar en barrena el avión de uso particular en el que viajaban. Son avatares propios de la buena vida, que algún inconveniente habría de tener.

A los ciudadanos corrientes golpeados por la crisis les queda a cambio el consuelo de saber que difícilmente correrán peligros de ese tipo, solo al alcance de aquellas felices –y arriesgadas– personalidades que se pasan media vida en el avión y frecuentan la compañía de elefantes, osos y caballos alazanes desbocados.

Podría objetarse, si acaso, algún escrúpulo de orden estético a la actitud de un rey que se va a buscar elefantes para su escopeta en tierras de África en el fragor de una cacería financiera que tiene en su punto de mira al país donde ejerce como jefe de Estado. Mayormente, cuando se sospecha que al menos una parte de ese costoso desahogo real habrá de sufragarlo el contribuyente a quien acaban de subirle los impuestos.

Frente a ese alud de críticas, los defensores de la institución siempre podrán alegar que la caza mayor de los inversores contra España seguiría igual si el Rey estuviese aquí y no en Botsuana o cualquier otro remoto lugar. Ni siquiera los más encendidos republicanos ningunearían de ese modo al monarca.