P arece que el Rey escapó por una ventana y se fue de juerga. Precisamente está triunfando en Europa una novela del sueco Jonas Jonasson que se titula más o menos así (El abuelo que saltó por una ventana y escapó). El protagonista del libro de Jonasson es un anciano de cien años que huye de un asilo para rememorar algunos de los grandes acontecimientos del siglo XX. Cada uno tiene sus querencias. Nosotros, de niños, éramos muy de saltar también por la ventana mientras los mayores hacían la siesta. Saltábamos por la ventana para ir a verle las bragas a una vecina que a esa hora, inexplicablemente, tendía la ropa. Quiere decirse que veíamos las bragas tendidas, lo que para la época era un lujo. Las querencias a las que nos referíamos antes.

El Rey, por lo que vamos leyendo estos días, y pese al capote caritativo del PP, se fue también a la hora de la siesta, de forma sigilosa, a matar elefantes. De modo que si Froilán convirtió en un asunto literal la metáfora de pegarse un tiro en el pie, la casa real soltaba un ejem cuando preguntábamos por qué el abuelo no visitaba al nieto.

–Está a punto de venir, ejem.

No estaba a punto de venir porque se encontraba a diez mil quilómetros de distancia, con unos amigotes con los que mata elefantes. Quiso el destino que se rompiera una cadera por la noche, cuando se levantó a hacer pis, si nos han contado la verdad, para que se descubriera el pastel. El pastel es que el Rey se escapa por una de las ventanas de la Zarzuela para echar una cana al aire mientras el país entero se halla sometido a un régimen de sangre, sudor y lágrimas. Ignoraba Juan Carlos que cuando disparaba contra uno de esos pobres mamíferos hería en un pie a la institución que representa, esta vez de forma metafórica.

Así andamos, debatiéndonos entre el significado figurado y el literal de las cosas. Lo de saltar por la ventana, sin ir más lejos, era una figura retórica hasta ayer mismo. Hoy estamos todos con un pie fuera, unos huyendo de la quema y otros huyendo de sus responsabilidades. La pregunta es para qué sirve un elefante muerto. La respuesta es que para nada, excepto, quizá, para remendar la virilidad de quien duda poseerla.