Como nadie con mando en este santo país sabe qué hacer para salir de la quiebra, o sí que lo sabe pero no quiere, se ha puesto de moda buscar soluciones imaginativas que tanto valen para un roto como para un descosido de los que no llegan a estropear la tela. Oí hace poco en la radio a un caballero que acaba de publicar una novela y, en plan de gurú de la autoayuda, sostenía que ahí está la salida: en hacer lo que a uno le pide el cuerpo. No aclaró qué puede hacerse cuando el cuerpo pide un trabajo, ni creo que se animase a hacerlo porque lo suyo era el discurso de la innovación, la creatividad y las muchas otras soluciones mágicas que recuerdan al bálsamo de fierabrás en propósito y eficacia.

Pero a lo que íbamos: la innovación, tratándose de autoridades con mando en plaza, parece que va de la marcha atrás, el recurso mejor que existía antes de que inventasen la píldora anticonceptiva. Un viaje hacia el pasado como el que ha propuesto Esperanza Aguirre –ejemplo supremo en cuanto a olfato para saber qué quiere oír la ciudadanía levantisca– proponiendo que las autonomías devuelvan competencias al Estado. Como éste se llama, hoy por hoy, Estado autonómico, sería cosa de cambiarle el nombre por el de Estado autonómico de ida y vuelta. Pero, en contra de lo que ha sostenido el domingo pasado un diario muy sensato y ecuánime de la capital del reino, eso no sería anticonstitucional. Ni la propuesta de Aguirre, ni el cambio de nombre.

Son legión las personas a las que he oído decir que la administración autonómica no ha hecho sino incrementar los costes de gestión sin añadir eficacia alguna. Como se trata de charlas de café, no supone un argumento digno de ser tenido en cuenta. Pero qué duda cabe de que el mayor beneficio del tinglado autonómico –en ocasiones el único visible– ha sido el de multiplicar hasta la saciedad los cargos para que el partido político que disfruta del poder local coloque a sus cuadros. Puestas así las cosas, igual la retro-innovación no es mala idea, siempre que el rebobinado se detenga en los primeros tiempos constitucionales y no quiera volver a lo de la unidad de destino en lo universal, que decían los libros de formación del espíritu nacional en la época del generalísimo.

Pongámonos en lo peor, que tampoco hace falta mucho talento para imaginarlo. Si nos rescatan y, de paso, nos ajustan el cinturón hasta el extremo de que no haya ya sanidad ni educación que esquilmar y se tenga que meter mano a los costes administrativos, la marcha atrás deja de ser un disparate. Pero digo yo que, puestos a innovar, podríamos pensar tal vez en un pequeño cambio. Que los ministerios, secretarías de Estado y direcciones generales producto de la refundación no se pusieran en Madrid –fórmula que ya sabemos que no sirve– sino en Barcelona. Sólo con sugerirlo, íbamos a reírnos mucho leyendo las columnas, editoriales o no, de quienes hoy ven con buenos ojos eso de la vuelta al Estado central.