El fugaz alcalde de Santiago invocó a su conciencia tranquila y eso nos hace pensar en la superioridad de los hechos sobre las palabras. Pagas 291.000 euros a Hacienda por la venta de 61 viviendas y no hace falta que invoques a la conciencia ni que expliques el estado en que se encuentra.

Ahora se invoca la conciencia por dar credibilidad a las acciones como en otros tiempos se acudía al juramento o a la palabra de honor que antes teníamos incluso los niños y la usábamos para zanjar conflictos. Luego el honor se volvió borroso y aprendimos que la palabra tenía valor si estaba escrita (y aún). Quedó la conciencia personal, que se invoca como avalista pero apenas es testigo circunstancial. La tranquilidad de la conciencia depende más de la tranquilidad que da la conciencia. Un neurótico tiende a sentirse culpable y un psicópata carece de sentimiento de culpa.

En un país donde se ha inculcado mucho el pecado original, una marca de serie, es fácil encontrar gente propensa a la culpabilidad. En España, ante cualquier circunstancia, cualquiera dice «la culpa es un poco de todos» y en seguida hay muchas personas dispuestas a aceptarlo. La privatización del pecado y la socialización de la culpa están en esta crisis. El español, por el hecho de ser humano, necesita un techo bajo el que vivir pero, por el hecho de ser español, sólo se lo ofrecía en propiedad (incluso a los más pobres, con cargo al Estado y por sorteo). A la propiedad se accedía rápido por medio de un préstamo hipotecario de por vida laboral (al final, recuérdese, incluso más allá de la expectativa de vida, que se pudiera heredar la deuda). Ahora que el sistema único ha colapsado también los desahuciados y los angustiados tienen que sentirse algo culpables de esta situación que «hemos creado un poco entre otros» pero de la que algunos son más que «un poco culpables» aunque actúen sin culpabilidad, con tranquilidad, sin conciencia.