Ya es un hecho otra conjetura que «no estaba sobre la mesa» y disgustaba al presidente Rajoy hasta el punto de desterrarla de su programa electoral. El copago progresivo de los medicamentos, desde del 10 por 100 aplicable a los jubilados hasta el 60 a los activos, es un «repago» de aquello por lo que cotizamos durante toda la vida laboral, ingenuamente confiados en el retorno de las cuotas deducidas a empresas y trabajadores. Pero, más que eso, es un nuevo saqueo al poder adquisitivo de los españoles, sumado a recortes salariales o fiscales que «cumplen» el imperativo de ahorrar precarizando las condiciones de vida, procedimiento más fácil para el Gobierno que racionalizar los costes desmadrados de los servicios públicos, redimensionar los despilfarros faraónicos y poner stop al frenesí de privatizarlo todo.

En suma, otra vuelta de tuerca contra el estado de bienestar que, a estas alturas, ya es pura metáfora. El paro, entre tanto, sigue creciendo, la actividad productiva no repunta y el erario, como los bancos, se endeudan en dimensiones galácticas sin el menor indicio de reversión crediticia. La «potestas» sigue ganando terreno a la «auctoritas», como en las oligarquías, y esto puede acabar muy mal. La capacidad de encaje de una sociedad libre tiene límites, y en lo que llevamos de legislatura ya se percibe un pie sobre el abismo.

Tal como ha insinuado la directora del FMI, el derecho a envejecer dignamente lleva camino de convertirse en delito de lesa patria. Por encima de melancólicas jocosidades, lo que desmoraliza es la sospecha de que el Gobierno no agota todas las opciones de ahorro antes de expoliar al ciudadano de a pie. El liberalismo salvaje no cede un punto, prevalecen los objetivos del sistema financiero sobre los principios de la convivencia ciudadana, la penalización del incumplimiento fiscal se propone, en el mejor de los casos, techos de afloramiento que ofenden la inteligencia, etc.

Ahora hay que repagar las recetas que creíamos pre-pagadas. Este es el cuadro clínico, y nada garantiza que no se extienda al copago de las tasas de la enseñanza, la justicia o las carreteras. Dependerá de las sucesivas vueltas de tuerca de la «potestas» global, cuyas palmaditas parecen compensar a la nacional de la degradación de las condiciones de vida. La imagen de la liebre mecánica que se aleja sistemáticamente de los galgos cuando van a alcanzarla (dixit Felipe González) es dura pero cierta. Como la ley.

Está bien que la política del Estado se ponga en pie de guerra -sin descartar por ahora el ridículo heroico- en defensa de una empresa nominalmente española que otro Estado expropia por las malas. Estaría mejor si hubiera movilizado las mismas energías contra el cierre de cientos de miles de empresas españolas, salvo que sea un abuso pedirlo todo. Cuestión de prioridades, en definitiva. Pero los que postulan el arranque de la máquina de imprimir pesetas no son dementes. Según el dicho popular, más vale ponerse una vez colorado que cien amarillo. La flexibilidad de Rajoy para desdecirse puede ser una esperanza.