La derecha –y desgraciadamente no sólo ella– parece empeñada en un error que puede costarnos muy caro en términos de futura productividad, que es de lo que debería tratarse. Ya que, al haber desaparecido la peseta, no se puede ya devaluar nuestra moneda frente al resto para ganar así competitividad, se recurre a lo más fácil: la devaluación salarial.

Abaratar el despido, rebajar los sueldos y recortar derechos, los adquiridos y aquellos de los que pudieran beneficiarse generaciones futuras: ésa es la nueva consigna del Gobierno de la nación. Es una cura de caballo que, según dicen, traerá otra vez prosperidad una vez pasados los sacrificios que imponen nuestros compromisos con Berlín/Bruselas.

Es una receta que ha recibido, como no podía ser de otro modo, los parabienes de nuestra muchas veces miope clase empresarial, siempre agradecida con cualquier medida que abarate y precarice el factor trabajo.

De nada valen las lecciones de la historia ni las advertencias que lanzan, recordando lo aprendido de lord Keynes y sus recetas para la Gran Depresión, economistas de la talla del Nobel estadounidense Paul Krugman sobre lo peligroso de la senda elegida, que, lejos de crear empleo –al menos el único que cuenta, el de calidad– destruirá poco a poco el estado de bienestar y la paz social, acaso las mayores conquistas de la posguerra europea.

Conquistas que, no está de más recordarlo, tuvieron mucho que ver con el miedo de los partidos conservadores a que la ideología comunista prendiese entre las clases trabajadoras. La vacuna contra ese virus fue el llamado capitalismo renano, que tanto contribuyó al llamado «milagro alemán» de Ludwig Erhard.

Caído el muro de Berlín y disuelto el bloque comunista, el capitalismo renano dejó de funcionar para muchos como modelo y se adaptó en cambio el anglosajón, con sus recetas de darwinismo social y liberalismo puro y duro a lo Ludwig von Mises y Milton Friedman. Todo ello se trató de justificar con las nuevas realidades, es decir la globalización y la entrada en la economía de nuevos actores y la necesidad de competir con una mano de obra abundante y a precio de saldo como la de China.

Ahora bien, se puede competir internacionalmente rebajando sueldos y prolongando jornadas laborales, es decir aproximando las condiciones de trabajo y salariales del hasta ahora llamado «mundo rico» a las de las economías emergentes. Es la solución que parecen preferir gobiernos miopes y empresarios acomodaticios para salir de la crisis.

Pero cabe hacerlo, por el contrario, mejorando el nivel general de educación, aumentando la inversión en investigación y desarrollo, innovando tanto productos como procesos productivos y transformadores, dando mayor valor añadido a lo que se produce, buscando los huecos del mercado, apoyándose en todo tipo de sinergias y potenciando eso de lo que tanto se habla como es la «marca España» para que se convierta tanto fuera como dentro en sinónimo de buen hacer y calidad.

Es decir se trata de dar alas a la imaginación y dejar atrás la comodidad y la inercia a la que tan proclives son aquellos empresarios que quieren fiarlo todo a un abaratamiento de la mano de obra y una flexibilización –¿hasta dónde– de las condiciones laborales. Esto último será sólo pan para hoy y hambre para mañana.