La institución monárquica trasnochada y absurda en su versión de absoluta ha evolucionado y al transformarse en parlamentaria se ha asentado con éxito en varios países, guardando el sutil equilibrio necesario para reinar sin gobernar y siendo consciente de que La Corona a la vez que otorga la máxima estima exige el sacrificio de la máxima ejemplaridad. Por ello reciente y puntualmente en España han parpadeado los leds de la alarma activados por actitudes relacionadas con nuestra Casa Real y que, aunque con distintos matices, no pueden catalogarse precisamente como ejemplares.

Un no deseado abanico que se abre con las escandalosas sospechas sobre negocios del Duque de Palma, continua con la irresponsabilidad de permitir que un niño maneje armas de fuego que acaban por herirle y ahora el safari del monarca que igualmente condujo al quirófano.

Hay que asumir que es un panorama general criticable, pero se impone profundizar un poco más y calificar a cada uno con la nota que le corresponda. En el aireado tema que atañe al Sr. Urgandarin, si se confirman las sospechas y con independencia de las medidas familiares, debe recaer el peso de la ley sin desprenderse de la venda que cubre sus ojos para asumir una total imparcialidad. El Sr. Marichalar tiene que asumir en primer lugar su responsabilidad de padre y sin obviar el plus de gravedad que aporta el hecho de que el afectado es nieto del Rey.

En cuanto al safari del Monarca y sin negar su inoportunidad creo que se han vertido declaraciones exigentes, sesgadas y sin contemplar la totalidad del cuadro. Se ha criticado un gasto impropio en un momento de aguda crisis económica del país y se ha llegado a pedir que abdique para poder dedicarse a lo que le apetezca. Sí, pero no. Porque no se armó alboroto alguno cuando líderes sindicales, teóricos defensores de los más necesitados, organizan cruceros de lujo o se gastan millonadas en relojes de colección. Incluso contemplando el planteamiento feudal ante el monarca «cada uno de nosotros vale tanto como vos y todos juntos más que vos», la igualdad para que exista tiene que manifestarse en ambos sentidos. Condenemos la cacería real, pero no menos la burla sindical, porque la equidad es un principio de derecho que ya conocían los romanos.

En la crítica al Rey –incluida la petición de abdicación– por un ejercicio de equidad, muy usual en la justicia anglosajona, habría que considerar una serie de factores que posiblemente inclinarían a mitigar la reprimenda, ya que cuando se castiga no se debe olvidar el comportamiento general. Y a Don Juan Carlos le adornan algunas actitudes que además de agradecer no se pueden dejar en el olvido. En primer lugar reconozcamos que la democracia en que vivimos no nos la hemos ganado directamente, sino que nos ha sido otorgada pacíficamente por nuestro monarca. Al fallecimiento de Franco el Rey contaba con la obediencia de unas Cortes y de un Ejército disciplinado que, en principio, si el Rey lo decidiese hubieran mantenido el régimen anterior. Sin duda el cambio llegaría, pero más tarde y a otro precio. El Rey hizo lo que sensatamente había que hacer, pero lo hizo y merece nuestro reconocimiento. Tampoco hay que ignorar su protagonismo en el triste suceso del 23 de febrero, ni su condición de magnífico embajador de España ganándose el respeto y la consideración de la comunidad internacional.

La equidad no contempla que se pueda ver la paja en el ojo ajeno e ignorar la viga en el propio. Se debe actuar con ecuanimidad y para ello, además de medir con el mismo rasero, es necesario poner en cada platillo de la balanza lo que en buena ley corresponda, sin cargar tintas ni ocultar desaciertos. Y como cada uno es como es y tiene que pagar el peaje neto de sus pros y contras, nuestro soberano ha de soportar la cuota que haya devengado con su talante y aficiones, que aunque sean tan comunes para muchos mortales como las motos, el esquí o la caza, se agravan cuando concurre la alta magistratura de un Rey. Pese a ello, al pagar con los méritos contraídos creo que hay que devolverle el cambio y en cuantía incrementada por la difícil comparecencia al salir del hospital, reconociendo su error, pidiendo perdón y prometiendo no reincidir. Pedir perdón es un duro trance, perdonar, una satisfacción.