Abierta desde hace décadas al comercio y los usos de Occidente, China parece haberse rendido también a los atractivos del culebrón que estos días tiene por protagonista a Bo Xilai, un prometedor dirigente al que no pocos veían como una especie de Kennedy en versión maoísta. De hecho, la revista Time lo incluyó hace un par de años en su catálogo de las cien personas más influyentes del mundo: y nada parecía entonces más lógico. El Kennedy chino es un destacado miembro del clan de «los principitos», nombre que se da a los hijos de altos funcionarios del régimen que manejan los hilos del poder en una China inesperadamente dinástica.

Xilai ha caído ahora en desgracia al modo que suelen hacerlo los que pierden la confianza de cualquier Politburó. No se trata tan solo de que esté acusado de «severas violaciones de la disciplina», expresión con la que se alude a los políticos corruptos en la enrevesada jerigonza del régimen. Peor aún que eso, su esposa ha sido detenida por el asesinato de un británico que al parecer era cómplice en los chanchullos de Xilai; y, quizá para darle un definitivo aire de telenovela al asunto, su hijo Bo GuaGua –estudiante en Harvard– anda en desconocido paradero por los Estados Unidos.

Hay quien interpreta el lance como un mero ajuste de cuentas entre las facciones –roja, socialdemócrata y liberal– que se disputan el inminente relevo del poder en el Imperio de los bazares. Aboga a favor de esta hipótesis el hecho de que Xilai adquiriese fama de intransigente con la corrupción como jefe del partido en Chongquing, donde lanzó una exitosa campaña contra las bandas organizadas de esa región. En contra, el testimonio del que entonces fue su lugarteniente en tareas de limpieza, Wang Lijun, que acaba de acusarlo de corrupto entre los corruptos tras una peliculera fuga al consulado de Norteamérica.

La caída de Xilai, tan abrupta como fulgurante fue su ascenso a la cumbre, tiene desconcertados a los expertos en descifrar las complejidades y misterios de Pekín. El ahora apestado alternaba en su perfil los rasgos del maoísmo más ortodoxo con un desenvuelto estilo personal que lo aleja de la severidad habitual en los miembros de la cúpula del partido. Como ministro de Comercio derrochó suficiente encanto y manejo del inglés para encandilar a algunos de los reporteros que no tardarían en buscarle semejanzas con Kennedy. Nada de ello impidió que, como jefe del partido en Chongquing, fomentase la «cultura roja» y el recitado de máximas de Mao en las escuelas.

Puede que la explicación sea de orden más dinástico que ideológico. El caso de Xilai ha desvelado, aunque ya se sospechase, la existencia de una aristocracia socialcapitalista formada por los hijos –o «principitos»– de los jerarcas del partido que se van dando entre ellos un relevo generacional y familiar a la vez. El propio Xilai es hijo de Bo Yibo, uno de los denominados «ocho inmortales» de la Revolución; y a su vez padre de Bo Guagua, un chaval educado en las costosas universidades de Oxford y Harvard cuya afición a conducir Ferraris engorda ahora el capítulo de acusaciones a su progenitor.

Eliminado Xilai, falta por saber tan solo cuál de las nuevas familias imperiales alumbradas por el maoísmo se hace con el poder el próximo otoño. Lo único seguro es que todo quedará en familia.