Todos hemos frivolizado alguna vez sobre las pequeñas corruptelas que imperan en la administración pública; las charlas de café están repletas de alusiones a tal o cual conducta de un determinado político que mete al primo segundo de mi hermana Carmen a currar arreglando parques o al hecho de que un funcionario haga la vista gorda ante una irregularidad menor. Total, pasa en todos lados y en cualquier administración. Así que, ¿por qué no mirar para otro lado? Ello se ha venido a llamar por los expertos corrupción blanca o de baja intensidad: son aquellas prácticas ilícitas que no tienen entidad suficiente para recibir una reproche penal, o sí lo tienen pero la moral social las permite o disculpa. Ningún consistorio, ninguna autonomía o mancomunidad están exentos de este modo de hacer política, de esa forma de ejercer la acción de gobierno en la que el gobernante, ciego de poder y soberbia, confunde partido e institución y preconiza austeridad al tiempo que trata de generar «espacios de confianza», escondiendo tras una camisa de marca sus tics autoritarios, su sed de poder y su escasísima preparación.

Esas prácticas de escasa intensidad son las que generan el caldo de cultivo para que los grandes tiburones del cuello blanco encuentren aguas cálidas para nadar, siempre prestos a cazar subvenciones o a premiar a allegados y conocidos con puestos destacados en los que puedan vivir del cuento mientras cinco millones y medio de parados miran atónitos al dantesco baile de vanidades que anida en nuestras instituciones. Y nadie levanta la voz. Nadie la alza. El auditorio se limita a seguir viviendo, a obviar lo que jamás debería ser permitido, a pensar que, tal vez, con un presupuesto espartano y una carretera cada legislatura se da el pan y el circo suficiente para aguantar hasta la siguiente elección, hasta que el trampolín se acerque a otra administración, hasta que el cuerpo aguante, hasta que las mangas de la camisa propia hayan cedido al peso de las limosnas con que se compra a los espíritus pobres pero dictatoriales que reflejan anhelos pasados.

Esa corrupción de baja intensidad es tan nociva como los primeros síntomas de una enfermedad infecciosa, y está volviendo a aparecer en sitios en los que el nuevo tiempo político debía haber borrado antiguos contornos y dibujado nuevos horizontes de ilusión y esperanza, si es que en un país con 5,6 millones de almas paradas puede residir algo digno de calificarse con tales palabras. Es necesario que la sociedad civil y la justicia articulen respuestas a esa corrupción blanca. Antes de que sea demasiado tarde. Incluso para ellos.