Se despidieron en julio del 36 en la estación de Atocha. Nunca más se vieron. Lorca dejó el virulento Madrid republicano y partió a Granada, ya famoso y ya muy odiado por la derecha. Él marchó a Albacete, su tierra. Se llamaba Juan Ramírez de Lucas, tenía 19 años y estaba enamoradísimo del poeta andaluz, que le correspondía con locura. Ramírez pensó en vano que marcharía semanas después con Lorca a Méjico, tal y como habían planeado. También creyó que convencería a su propia familia, ligada al socialismo, de que amar a un hombre no era ninguna aberración. Se equivocaba por completo. Sus progenitores montaron en cólera. Juan Ramírez supo del fusilamiento de Lorca pasados muchos días. Y calló para (casi) siempre. Guardó en una caja las cartas, dibujos, poemas, anotaciones, postales que se intercambió con el autor de La casa de Bernarda Alba y no habló y publicitó la herida de amor que le acompañó hasta que murió.

En el año 2010. El diario El País resucitaba días atrás esta desconocida historia. Las hermanas del que fuera un espigado, cultivado y apuesto hombre de mundo, aprendiz de actor, que rehízo su vida y entre otras muchas cosas fue soldado de fortuna, periodista y crítico de arte, son las legatarias de un archivo que podría arrojar nuevas luces sobre un personaje fascinante, instalado en el Olimpo del inconsciente colectivo, Federico García Lorca, un icono de la poesía, la cultura, la guerra, los odios y el sentimiento. Más y nuevas luces sobre su forma de pensar y sentir. Además, una novela que se publicará el 22, Los amores oscuros, de Manuel Francisco Reina, abordará esta relación que ya investigara también Ian Gibson.

Lorca vuelve al primer plano de la actualidad y se recuperan azares o elementos esenciales de su vida. El personaje está más vivo que nunca y su poesía no está en los arcenes del olvido o en los márgenes de las aulas adolescentes. O eso queremos pensar. Lorca, sus vicisitudes, vuelven de nuevo como volvió hace muy pocos años con la reedición por parte de la Diputación de Málaga de los diarios de Carlos Morla Lynch, a cuya casa solía Federico García Lorca acudir a almorzar «y a tocar la guitarra» y con quien mantuvo una intensísima relación. Lynch era diplomático en Madrid durante la República y la Guerra y convirtió la legación en refugio. Hasta 4.000 personas pasaron por allí, salvando la vida, escondidas en sótanos o en inmuebles contiguos que Chile fue alquilando.

Ese libro es en parte un gran testimonio de cómo era Lorca. Testimonio que incluye el sentir del momento en el que, estando en la Plaza Mayor, el chileno conoce la horrible noticia. Escribe un conocido: «Se quedó paralizado. No podía creer que su gran amigo, que había estado hacía unos días en su casa irradiando alegría hubiese sido asesinado. No hay razón para matar a un poeta que canta al amor, al paisaje y a las virtudes del pueblo español». Alguien por lo visto, muchos en realidad, sí parecían tener esas oscuras razones. Odios de quien tiene, cómo él escribiría, «calaveras en vez almas». Lo fusilarían humillándolo, vejado y roto. Pero su vida y legado, obra y leyenda siguen vivos. Engrandeciéndose.