En contra de una extendida opinión, existe un escalón social inferior al de tertuliano, donde moran los ministros de un Gobierno intervenido. Esta degradación me autoriza a escribir de José Ignacio Wert, contra quien he compartido un centenar de debates radiofónicos y televisivos. Demoraba este artículo para no servirle de escabel, pero recibió un bofetón sincronizado de los rectores con tal sonoridad, que se ha acentuado su precariedad ministerial.

Wert es ministro de Cultura, precisión obligada en un demógrafo desconocido por cuatro de cada cinco españoles, y quizás por una cuota similar de lectores de este texto. También es uno de los mejores tertulianos que he conocido, aunque esta calificación puede confundirse con un insulto. Personalmente, siempre deseaba que Wert estuviera en el otro bando, porque garantizaba un duelo a florete y abrillantaba mi mejorable rendimiento. De ahí la satisfacción ante su exaltación ministerial, y mi estupefacción ante sus pronunciamientos desde el trono, aunque nos centraremos en la parte seria de su biografía.

En los tensos prolegómenos de la entrada en el estudio –he visto a dos veteranos sufrir un infarto durante los minutos previos a la inmolación catódica–, Wert aspiraba a ser el más elegante, y lo comprobaba exhaustivamente situándose a un palmo de cada contertulio. Constatada su superioridad camisera, accedíamos al cuadrilátero que arbitraba con soltura Concha García Campoy.

El hoy ministro ocupaba la posición central en los bancos de la derecha, flanqueado por Carlos Mendo y Fernando Onega. De repente, el busto de Wert emergía notablemente por encima de sus compañeros. Había recurrido a la treta antediluviana de elevar el asiento de su silla, para adquirir una estatura prominente en la implacable pantalla. Detalles así configuran la personalidad que desemboca en un ministerio.

Wert es un tertuliano de excepción porque siempre se adaptaba la cuestión planteada por su interlocutor. No incurría en la inveterada costumbre hispánica de imponer su discurso previo. Destacaba asimismo por la exhaustiva preparación de asuntos minúsculos. Se erigía en el referente al que acudían los tertulianos morosos, acuciados por la inclusión en el debate de una nueva Ley de la Vivienda, cinco minutos antes de entrar en el estudio. En efecto, todo lo contrario de su gestión ministerial, aunque tal vez la pésima valoración de los ministros de Cultura no mide su gestión, sino la estima en que el país tiene a su asignatura.