Han vuelto las banderas a los balcones, como las oscuras golondrinas del querido poeta. Han vuelto las banderas amparadas de nuevo en la coartada que proporciona el fútbol. Los españoles seguimos sintiendo un absurdo pudor, una tonta vergüenza a mostrar nuestros símbolos nacionales, creyendo todavía, después de tanto tiempo, que pertenecen a quienes en su días los usurparon y los convirtieron en imagen del terror y la represión.

El simbolismo es una de las características del ser humano, un animal que prefiere sugerir a nombrar, acumular un concepto, un territorio, una población, en un objeto, una grafía, unos colores. De pronto y por unos días, los que dure el recorrido de la selección en esta Eurocopa que hoy comienza, tendremos un sentido nacional que nos cohesione. Después volveremos, seguro, a las andadas.

En España siempre estamos dándole vueltas a nuestros símbolos, discutiendo sobre si debemos utilizarlos, sobre si nos representan o no. Muchos españoles siguen preguntándose qué cosa sea España. Difícil cuestión. Me decía aquel sabio que respondía al nombre de Antonio Domínguez Ortiz que la unidad de España era más fácil entenderla desde fuera que desde dentro, que era más sencillo de comprender el concepto desde Suecia o Australia que desde el interior de este país hecho de viejos reinos entre los que casi nunca reinó la amistad. ¿Es posible la unidad sin amistad? Ese es, probablemente, el nudo de la cuestión, la raíz del problema.

Los países acaban siendo, como decía Josep Plá, una acumulación de ejércitos y funcionarios, y por eso el gran escritor catalán prefería las ciudades: «ciudades fueron Roma, Atenas, Florencia€». Conocía bien el alma hispánica, desde luego, y sabía que los españoles somos primero de nuestro pueblo y después ya se verá, que la mayoría tenemos más grande amor a la patria chica que a la otra, la que se simboliza en una bandera roja, gualda y roja, en un himno del que discutimos incluso si debe tener letra, y en una monarquía cuya imagen ha perdido mucho del encanto que una vez tuvo.

Esto de la patria en el fondo es un sentimiento más que una realidad inamovible, por mucho que nos empeñemos en delimitar fronteras, y contra los sentimientos es imposible luchar porque ninguna razón vale. ¿Cómo evitar que un catalán se sienta sólo catalán y un vasco sólo vasco? Imposible incluso cuando intentas explicar que la mayoría de las afirmaciones nacionalistas se hacen por negación del otro, de ese vecino que tanto incomoda y del que queremos separarnos lo más posible sin saber que es imposible. Es sencillísimo acabar confundiendo el amor a la patria con el odio al de al lado, que es el fundamento del patrioterismo más cerril.

Pero, de momento, y por unos días, la misma bandera ondeará en los balcones españoles y, aunque sólo sea un espejismo de unidad, no hay ninguna razón para que no nos gusten los espejismos y los disfrutemos mientras duren.