Creo que fue el momento en estado de gracia de los actos en celebración del Jubileo de Diamante en honor de los 60 años de reinado de Isabel II de Inglaterra. El desfile náutico en el Támesis en honor de la soberana estaba llegando a su fin, ya en el arco del puente de la Torre. La lluvia arreciaba con peligro para la brillantez del final del acto. Entonces salió algo mejor que un sol radiante: un primer plano soberbio de las cámaras de la BBC en el que los miembros del coro interpretaron bajo una lluvia torrencial el que es sin duda el himno favorito de los británicos: el Land of Hope and Glory. Hubo una breve interrupción en la transmisión. El agua estaba afectando a los equipos de sonido. Solucionado el problema en unos minutos, ya nada pararía a aquellos jóvenes cantores. Sería su momento para la inmortalidad. Y probablemente el mejor regalo para su Reina. Y también para su pueblo. E incluso para algunos más.

Empapados por una lluvia sin cuartel era obvio que las caras de felicidad total de aquel coro que estaba cantando Tierra de Esperanza y Gloria se convertirían en una bandera. No solo para los súbditos de su Majestad Británica. También para millones de telespectadores en todo el mundo. Muchos de ellos, en países fragmentados por discordias y por las aristas de duros e incluso violentos paisajes sociales, sentirían una melancólica sensación de envidia. Era evidente que en el Reino Unido, como en tantos otros lugares, tenían problemas. Algunos muy complicados. Pero también era evidente que los actos en honor de aquella venerable anciana que había hecho un excelente trabajo por su país durante los 60 años de su reinado encerraban muchas y variadas enseñanzas.

El Reino Unido que ese día contaba y cantaba sus bendiciones junto al Támesis tenía muy poco en común con aquel Reino Unido de principios del siglo pasado, cuando Sir Edward Elgar compuso en 1902 el Land of Hope and Glory para la coronación de Eduardo VII. Fue un maravilloso himno para celebrar sin complejos un momento cenital en la historia de la nación. El Imperio Británico estaba entonces en su apogeo y las estrofas del himno reflejaban un robusto sentimiento de expansión y de orgullo nacional, además de confianza total en su futuro. Los tiempos fueron cambiando y los sentimientos que el himno de Elgar suscitaba también. Hoy en día es un himno que une a todos los británicos. Incluso antes de un reñido partido de fútbol. Probablemente supera en aprecio y en valoración al mismo God save the Queen, el himno nacional.

Esta mañana he mirado a las montañas que abrigan por el norte a mi pueblo, Marbella. Dicen que aquí las vistas sobre la montaña son todavía mejores que las vistas al mar. Como suele ocurrir por estas fechas, estamos teniendo unos días perfectos, ya camino del solsticio de verano. Las jacarandas están bellísimas. Y las temperaturas están dentro de los parámetros de lo técnicamente paradisíaco.

Se oye a los mirlos. También nos llega el estruendo de una obra en una de las monstruosidades urbanísticas que nos legó la era Gil. El Tribunal Supremo decretó en su día la anulación de esa licencia de obras. Ahora parece que el Ayuntamiento las ha autorizado. Quizás un día los vecinos que llevan doce años batallando podrán cantar su versión de Tierra de Esperanza y Gloria.