El anuncio de la Unesco de retirar el título de Patrimonio de la Humanidad a la ciudad de Sevilla alertando del peligro monumental que supone la construcción de una torre de cuarenta plantas me parece una manifestación extrema de poder e influencia sobre el devenir arquitectónico y urbano de una ciudad, y una de las reacciones institucionales más desmedidas imaginables ante la construcción de un edificio cuyo pecado consiste en superar la altura de la Giralda, que hace ocho siglos era el edificio más alto de Europa y que sigue siéndolo hoy día de Sevilla.

Resulta sorprendente la autoimposición de un techo en la construcción de las ciudades, y el miedo a las alturas que pueden reducir la huella ecológica ocasionada por una ocupación extensiva del territorio. Pasó en Córdoba con una torre fallida cuya altura era superior a la Mezquita, en Málaga con las torres de Repsol, reducidas por prejuicios de construcción en altura, a bloques altos. Pasa ahora en Sevilla, donde se vive con alarma la construcción de la Torre Cajasol, proyecto de Cesar Pelli, junto a la Cartuja, a dos kilómetros de la Giralda. Este desasosiego también se vivió en París, donde el nuevo rascacielos de la Défense, realizado por el Pritzker Tom Mayne, tuvo que reducir su altura para no superar la Torre Eiffel.

Una ciudad no se daña por un edificio emblemático o una torre, sino por el insignificante pero acumulativo efecto que malas prácticas de la construcción pueden tener sobre ella. La ciudad son sus viviendas. El empleo de malos materiales en ellas, ya sean ladrillos, ventanas, puertas, o bisagras, el uso de soluciones constructivas defectuosas, o la realización de proyectos deficientes desviados de su fundamental propósito social, son la verdadera amenaza del patrimonio heredado, al reducir su calidad arquitectónica media. Y esto es así porque la lentitud de su propagación camufla su carácter invasivo y facilita una aceptación silenciosa. Considero un error fijar el techo de nuestras ciudades según la altura de los logros arquitectónicos de nuestros antepasados. Basta pensar que la arquitectura que hemos heredado y de la que nos sentimos orgullosos existe gracias a que ellos no cayeron en este incomprensible vértigo arquitectónico.