Hay quienes, llámense capitalistas o eufemísticamente mercados, hacen negocio de la flaqueza. La caída de un país o su reconstrucción no constituyen para estos negociantes tragedia alguna sino una oportunidad de ganancias. Pero estas semanas de vértigo no son sólo cosa suya, sino también de nuestras debilidades. Europa sigue actuando a impulsos, de manera atropellada e incongruente. Las autoridades de España no han sabido explicar, antes y ahora, a qué nos enfrentamos, o las razones por las que era necesario un rescate bancario. Ni Alemania y los poderosos fondos de inversión son el averno que nos abrasa, ni nosotros inocentes sin responsabilidad alguna a los que hay que salvar después de años de juerga y pocas ganas de enmienda.

El déficit público de España está lastrado por su sector financiero. Pero si llegan fondos para sanear las finanzas, el temor a que la devolución dispare el déficit público hunde las expectativas. Si hay una austeridad excesiva y mal orientada peligra el crecimiento. Lo que hay que hacer es estimular el crecimiento pero acentuando una austeridad bien entendida. En mitad del desconcierto general, cada solución entraña una trampa mayor y vuelta a la casilla de salida, como si el destino inexorable fuera el desastre. Grecia, que en las elecciones de hoy puede acabar por romper la baraja, representa sólo el 2,3% del PIB de la UE, una minucia. Los bancos en riesgo suponen el 30% del sistema financiero español. No es ninguna broma aunque tampoco una hecatombe. Son porcentajes manejables para las economías más desarrolladas del mundo. Y sin embargo están convirtiéndose en un muro infranqueable porque ponen en evidencia la falta de capacidad y resolución de Europa, su ausencia de autoridad. Cada cumbre va a ser histórica y definitiva, mismamente la de este mes, y cada una sólo alumbra parches ganando tiempo al destino, retrasando lo inevitable. Las medidas correctoras llegan tarde o cuesta hacerlas cumplir. Esto es un guirigay, con comisarios europeos desautorizados por ministros y ministros de distintos países contradiciéndose. Los políticos sienten aversión por la claridad y lo mismo niegan la recesión que visten un costoso rescate como el premio gordo de la lotería. Los inversores perciben la flojera y atacan.

¿Son malignos los mercados al merodear a los débiles o son los débiles culpables por no haber corregido sus deficiencias? El mercado, pura ley de la oferta y la demanda, castiga a los endebles porque funciona justamente así. La necesidad de los que atraviesan dificultades es el beneficio de quienes les auxilian. Pero el rastro de los especuladores también advierte al timorato de sus flaquezas. España está como está porque lleva décadas sin hacer los deberes y porque nadie se ha preocupado de montar una economía suficientemente competitiva y de futuro.

Ensañarse en este momento con los frágiles, como nuestro país, que forma parte de una comunidad superior, la UE, igualmente tambaleante y llena de desigualdades, resulta rentable. Hay quien éticamente lo considera reprochable porque muestra la insensibilidad del capitalismo, su lado más salvaje y depredador. Otros en cambio lo perciben como el único acicate para limpiar las sentinas y dar con los remedios. La gran cuestión, llevada al extremo, es que el mercado exigirá que nos arruinemos para empezar desde cero y reconstruir a partir de ahí un círculo virtuoso que, si hacemos las cosas bien, nos sacará del atolladero. Quizá una generación o dos van a pasarlo mal, pero las cosas irán, seguro, mejorando. Ley de vida, así de cruel. ¿Es malo un ejercicio tan crudo de realismo? Depende de las lecciones que aprendamos y del cambio de mentalidad que seamos capaces de emprender. Lo que no podemos hacer es pretender vivir al margen de las circunstancias que condicionan nuestra existencia, nos gusten o no.

Si queremos cortar de raíz con lo que está pasando, debemos ser honrados, admitir las insuficiencias y enmendarlas de una vez. No se puede vivir del cuento, ni de sectores improductivos, de momios públicos o de negocios inviables subvencionados. No se pueden mantener chiringuitos para los amigos, ni seguir enterrando el dinero de todos en obras y ocurrencias nada provechosas. No se debe aspirar a vivir del favor político. Al político hay que exigirle reglas inteligentes, claras e iguales para todos. Y que no estorbe.

Un poco de humildad también les vendría bien a los amigos nórdicos. Los ciudadanos españoles no tienen la culpa del desaguisado actual. Los gobiernos alemán, austriaco, holandés o sueco no pueden agitar a su opinión pública contra «los manirrotos» del Sur que les birlan los ahorros. En gran medida, su prosperidad reciente se debe al consumo de los mismos a los que ahora condenan. También ellos pagarán nuestra caída, si se produce.

España lleva un retraso estructural con respecto a las economías pujantes que ni el desarrollismo franquista ni la democracia han logrado remontar pese al evidente estirón que hemos dado. Llega la hora de la verdad y tenemos que correr descalzos porque nuestro modelo productivo no da para más. De modo que, o cambiamos pronto de mentalidad o llegamos los últimos en la carrera.

Si esto colapsa, aunque salgamos del euro y logremos ser más competitivos, por el abaratamiento de nuestros productos con una moneda menos poderosa, ¿qué vamos a producir, vender o investigar? Al ladrillo no hay de dónde sacarle. El modelo de sol y playa no da para sostenerse. La innovación, por una endémica cortedad de miras, no va con España, siempre sobra. En la bonanza, para no distraer beneficios. En la depresión, por un sentido equivocado del ahorro. Creer que nos van a subsidiar toda la vida o que alguien in extremis aparezca al rescate es una quimera. En tiempos así es cuando más resalta la patética falta de liderazgo en nuestra comunidad , en el país y en el continente. La partitocracia y el electoralismo han convertido la política en tierra baldía. Más Europa, más integración, claman los intelectuales. Otros quieren bajarse del tren en marcha. El caso es que tenemos que tomar en nuestras manos nuestro destino y el tiempo apremia.