La crisis también se ha instalado psicológicamente entre nosotros, apoderándose del imaginario colectivo, porque la crisis tiene estructura de telenovela, con sus buenos y sus malos y, sobre todo, porque no sabemos cual será el desenlace ni cuando darán el último capítulo. La humanidad es adicta a las narraciones, tanto da que sean de Pérez Galdós o de Sálvame de Luxe. En este alargado relato hay cada vez más pobres de pedir, como en los novelones decimonónicos, aunque también da muchísima congoja ver la mengua de algunas grandes carteras en la Bolsa. Debe de ser espeluznante tener acciones que en su momento valían cinco mil millones de euros y que ahora sólo representarían unos mil, casi ni para ir a la peluquería a matizarse las canas, y menos aún de compras por la «milla de oro» de Madrid, que este mes abre también los domingos para celebrar la crisis.

Casos de riquísimos venidos a ricos hay ya un montón en España, desde las Koplowitz a Florentino Pérez. El problema para la economía no es que los pobres sigan siéndolo, sino que los ricos dejen de serlo, pinzando así a la clase media que va cerrando sus tiendas, sandwicheada entre quienes, aun pudiendo, no gastan como antes, y los recortados que ya no tienen apenas para gastar. La refundación sin miramientos del capitalismo, eso que ahora llamamos crisis, también se está cebando en los suyos, aunque sea de manera temporal, para que no se diga. No pasa nada. Instaurada la especulación sin control con permiso legislativo, con las maquinas de «trading» por ejemplo, las grandes fortunas que ahora tanta pena penita pena dan acabarán recuperando el pulso y los millones.

Como esta de ahora, la Gran Depresión del siglo pasado también comenzó en los USA, y tiene argumentos y tramas que se parecen mucho. En lugar de burbujear con el ladrillo, los norteamericanos lo hicieron con la Bolsa, que acabó siendo allí tan popular como aquí la lotería. Todo el mundo pensó que la Bolsa era jauja, y sus ganancias infinitas, como sucedió entre nosotros con los inmuebles, cuando había que rogarle al promotor que nos vendiera unos adosados para especular. De aquella crisis salieron al menos algunas buenas novelas, y fue también cuando se inventó el «reallity show» en vivo y en directo, aún sin la televisión. En una pista de baile, como en un circo romano, las parejas bailaban hasta la extenuación por un plato de comida. El público pagaba su entrada para ver el espectáculo de los concursantes que apenas podían sostenerse en pie, o los sacaban en camilla del escenario entre los aplausos del gentío. Ahora podrían hacer un Gran Hermano con parados sin subsidio.

España, que no pintaba nada en el concierto mundial desde Felipe II, ha conseguido por fin un papel protagonista, aunque sea para mal. Hemos vuelto a ser determinantes, y tanta es nuestra fuerza que hasta podríamos llegar a hundir Europa. Y todo gracias a la tradición picaresca de la raza, habilísima en los trapicheos contables, y a esa necia manía de pensar que enumerando simplemente la solución se acabó el problema. Somos el hazmerreír continental, con Mariano Rajoy enseñando por esas capitales el pelo de la dehesa, pero al tiempo provocamos pavor porque lo nuestro puede resultar contagioso. Como dijo Franco en su última actuación en la plaza de Oriente, ser español ha vuelto a ser algo grande en el mundo.