Los libros de política ya no interesan a nadie. Durante los últimos años ha sido un malagueño, José Andrés Torres Mora, uno de los principales prescriptores nacionales de este tipo de lecturas. Gracias a él conocimos el republicanismo cívico de Philip Pettit, y también gracias a él supimos, con Lakoff, que no hay que pensar en un elefante si no quieres que la gente piense en un elefante. La llegada al poder del PP ha vuelto a demostrar su poco apego por los libros en general y la lectura en particular, y eso que el ministro Wert tiene el más extenso currículum de la bancada ministerial. Con tres papeles de la Fundación FAES se han apañado, sin necesidad de recurrir a expertos extranjeros ni filosofías políticas reformistas. Que inventen ellos.

Por eso es lamentable que haya pasado tan desapercibido un libro del calibre de Pensar institucionalmente, de Hugh Heclo. En plena crisis de las instituciones, en plena demolición consentida de la confianza ciudadana en todo lo que suena a política y a gobierno –desde los propios partidos hasta la mismísima Iglesia Católica, pasando por los sindicatos, los jueces y los medios de comunicación– este libro debería ser de obligada lectura en ministerios y despachos de más de 35 metros cuadrados. Un libro que obliga a reflexionar sobre el papel de las instituciones y que también invita a la ciudadanía a pensar institucionalmente.

Heclo repasa los hitos de la desconfianza política del ciudadano americano, y empieza en 1958, cuando el jefe de gabinete del presidente Eisenhower, un tal Sherman Adams, dimite por haber aceptado regalos (entre ellos un abrigo de piel de vicuña) de una empresa sometida a investigación federal. ¡Qué coincidencia más curiosa con un caso reciente de la política española! La larga lista americana contiene desmanes como el caso Watergate, los asesinatos de JFK, Martin Luther King y Bobby Kennedy, el escándalo Irán-Contra o el caso Lewinski. El cine y el poder del imperio hacen que todo esto nos resulte familiar: la lista española de escándalos políticos desde la democracia es mucho más chusca y doméstica, y podría empezar con el vergonzoso episodio del aceite de colza desnaturalizado para acabar –en el momento de escribir estas líneas– con las semanas caribeñas del presidente del Tribunal Supremo, el gozoso Carlos Dívar, pasando por Juan Guerra, los GAL, la era GIL, la corrupción salvaje de la Comunidad Valenciana, CiU, Jaume Matas, Urdangarin y una larga lista que es mejor ni siquiera imaginar y que todavía esté por escribir.

Con este escenario, parece obvio que se impone una profunda reflexión sobre la necesidad de recuperar el crédito de las instituciones y la confianza de la ciudadanía en quienes les gobiernan. Pero no parece que la agenda diaria dé muestras de que sea ésta la principal preocupación de nuestros líderes políticos o mediáticos o civiles. La crisis económica, el desempleo, la situación de las entidades financieras, el clima social o la Eurocopa de fútbol son los temas estrella de las tertulias y las conversaciones en despachos de mármol y en calles y aceras de pavimento levantado. Cada uno habla de lo suyo. Hay una especie de deserción colectiva del concepto de responsabilidad. Pero quizás aún estemos a tiempo: como dice el propio Heclo, «nuestra capacidad para sentirnos traicionados testimonia la presencia de una confianza residual en los valores institucionales». ¿Estarán nuestros dirigentes a la altura del reto planteado? En las próximas semanas sabremos la respuesta.